Se cuenta que cuando el presidente Teodoro Roosevelt se disponía a abordar en un puerto africano el barco que le llevaría de vuelta a casa, una gran multitud se congregó para celebrar su visita y despedirle.
Una alfombra roja fue tendida por donde él debía pasar. A bordo le fue dado el camarote más elegante y fue el centro de atención durante todo el viaje. Al mismo tiempo había otro hombre en el mismo barco, quien resultó ser un anciano misionero que había dado su vida a Dios sirviendo en Africa.
Su esposa había fallecido, sus hijos habían marchado y el hombre estaba completamente solo y nadie se apercibía de él. Al llegar el barco a San Francisco, el Presidente fue de nuevo agasajado. Las campanas sonaron y la multitud vitoreaba al tiempo que Roosevelt desembarcaba con pompa y gloria.
Sin embargo, tampoco allí había nadie esperando al misionero. Este fue a su habitación en un pequeño hotel y se arrodilló a los pies de su cama y oró: «No me quejo, Señor, pero no lo entiendo. Di mi vida por ti en Africa y parece que a nadie le importa. No lo puedo entender.» En aquel momento le pareció que el Señor bajaba su mano desde el cielo y la ponía en su hombro, y le decía: «Mi buen siervo fiel, todavía no has llegado a casa.»