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Tertuliano de Cártago

Todo lo contrario sucede en el caso de Tertuliano. Al parecer, Tertuliano nació en la ciudad africana de Cartago alrededor del año 150. Pero fue en Roma, cuando contaba unos cuarenta años, que se convirtió al cristianismo. Algún tiempo después regresó a su ciudad natal, donde se dedicó a escribir en defensa de la fe contra los paganos, y en defensa de la ortodoxia contra los herejes. Puesto que al parecer era abogado —o al menos había sido adiestrado en la ciencia retórica, y en los procedimientos que usaban los abogados— toda su obra lleva el sello de una mente legal. Más arriba (página 57) hemos citado su comentario acerca de la “sentencia injusta” de Trajano. Al leer esas líneas, nos viene a la mente la imagen de un abogado que apela a un tribunal superior contra la sentencia injusta de un tribunal inferior. En otro tratado, escrito también contra los paganos, y que lleva por título El testimonio del alma, Tertuliano coloca al alma pagana en el banquillo del testigo y, tras interrogarla al estilo de un abogado en un juicio, llega a la conclusión de que aun el alma pagana es “por naturaleza cristiana”, y que si persiste en rechazar el cristianismo ello es por obstinación y ceguedad.

Sin embargo, la obra en que de veras puede verse el espíritu legal de Tertuliano es su Prescripción contra los herejes. En el lenguaje legal de la época, el término “prescripción” tenía al menos dos sentidos. En primer lugar, una “prescripción” era un argumento legal que se presentaba antes del caso mismo, para demostrar que el juicio no tenía lugar. Si, aun antes de comenzar a debatir lo que se pleiteaba, una de las partes podía probar que la otra no tenía derecho a presentar demanda, o que la demanda no estaba en regla, o que el tribunal no tenía jurisdicción, se cancelaba el juicio. El otro sentido de la palabra “prescripción” aparecía por lo general en la frase “prescripción de largo tiempo”. Lo que esto quería decir era que si alguien había estado en posesión de una propiedad o de un derecho por cierto tiempo, y nadie se lo había disputado, esa persona quedaba en posesión legal de la propiedad o del derecho en cuestión, aunque apareciese después quien se lo disputara.

Tertuliano utiliza el término en ambos sentidos, como si se tratara de un pleito entre la iglesia ortodoxa y los herejes. Su propósito es demostrar, no sencillamente que los herejes no tienen razón o que están equivocados, sino aun más, que ni siquiera tienen derecho a entrar en discusión con los ortodoxos. En efecto, las Escrituras son propiedad de la iglesia.

Durante varias generaciones, la iglesia las ha utilizado sin que nadie se las dispute. Aun cuando no fueran originalmente su propiedad, ya de hecho lo son. Por tanto, los herejes no tienen derecho alguno a utilizarlas. Los herejes han llegado a última hora y pretenden cambiar lo que por su origen y por prescripción de largo tiempo pertenece a la iglesia. Que las Escrituras son propiedad de la iglesia, puede mostrarse fácilmente con sólo mirar a las iglesias apostólicas, donde esas Escrituras han sido leídas e interpretadas de igual manera desde tiempos de los apóstoles. Roma, por ejemplo, puede mostrar una línea ininterrumpida de obispos que se remonta hasta los apóstoles Pedro y Pablo. Y lo mismo puede decirse de Antioquía y de varias otras iglesias. Todas estas iglesias apostólicas concuerdan en su uso e interpretación de las Escrituras, según han venido haciéndolo desde sus principios. Además, por sus propios orígenes los escritos de los apóstoles son propiedad de esas iglesias, pues fue a ellas que los apóstoles se los legaron. Todo esto quiere decir que, si las Escrituras son propiedad de la iglesia, los herejes no tienen derecho a discutir con los ortodoxos sobre la base de las Escrituras. Aquí aparece la “prescripción,’ en el otro sentido. Si los herejes no tienen derecho a interpretar las Escrituras, toda discusión con ellos acerca de esa interpretación está de más. La iglesia, dueña de las Escrituras, es la única que tiene derecho a utilizarlas y emplearlas.

Este argumento contra los herejes, utilizado por primera vez por Tertuliano, ha sido empleado repetidamente en ocasiones posteriores contra toda clase de disidentes. Por cierto, fue uno de los principales argumentos utilizados por los católicos contra los protestantes a partir del siglo XVI. En el caso de Tertuliano, sin embargo, debemos notar que la razón última por la que la iglesia tiene derecho a las Escrituras es que puede mostrar una uniformidad, no sólo de sucesión formal, sino también de doctrina, a través de todas las generaciones a partir de los apóstoles. Esto era precisamente lo que se discutía en el siglo XVI, pues los protestantes decían que la iglesia católica se había apartado de su propia doctrina inicial. Pero el espíritu legalista de Tertuliano va mucho más allá de estos argumentos. En efecto, Tertuliano piensa que la promesa bíblica en el sentido de que quien busca ha de hallar quiere decir que, una vez que uno ha encontrado la fe cristiana, toda búsqueda ha de cesar. Para el cristiano, entonces, toda búsqueda es una falta de fe. Has de buscar hasta que encuentres, y una vez que lo hayas encontrado, has de creer. A partir de entonces, todo lo que tienes que hacer es guardar lo que has creído. Y además has de creer que nada más hay que haya de ser creído, ni nada más que haya de buscarse. (Prescripción, 9.)

Esto quiere decir que basta con la “regla de fe” de la iglesia, y que toda otra búsqueda es peligrosa. Naturalmente, Tertuliano sí permite que los cristianos traten de aprender más acerca de esa regla de fe. Pero todo lo que se salga de ella, o lo que venga de otras fuentes, ha de rechazarse. Esto es particularmente cierto de la filosofía pagana, ante la cual Tertuliano toma una posición radicalmente opuesta a la de Clemente. Más arriba (página 72) hemos citado sus palabras contrastando a Atenas con Jerusalén. La misma actitud prevalece en su opinión acerca de la dialéctica, es decir, del método de la filosofía. ¡Miserable Aristóteles, quien les ha dado la dialéctica! Les dio el arte de construir para derribar, un arte de sentencias resbalosas y de argumentos crudos, […] que sirve para rechazarlo todo, y que en fin de cuentas no trata de nada (Prescripción, 7).

En resumen, Tertuliano se opone a toda especulación. Hablar por ejemplo, de lo que Dios puede hacer sobre la base de su omnipotencia, es perder el tiempo y arriesgarse a caer en el error. Lo que hemos de preguntarnos es, no qué podría Dios hacer, sino qué es lo que en efecto Dios ha hecho. Esto es lo que enseña la iglesia. Esto es lo que se encuentra en las Escrituras. Lo demás es curiosidad ociosa y por demás peligrosa.

Pero esto no implica que Tertuliano no sea capaz de utilizar argumentos lógicos contra sus adversarios. Al contrario, la lógica de Tertuliano es a menudo aplastante, como hemos visto en el caso de la Prescripción. Pero el vigor de sus argumentos se encuentra, más que en su lógica, en su habilidad retórica, que llega hasta el sarcasmo. A Marción, por ejemplo, Tertuliano le dice que el Dios de la iglesia ha creado todo este mundo con sus maravillas, y entonces reta a su contrincante a que le muestre siquiera un triste vegetal hecho por su dios. Y luego le pregunta sarcásticamente en qué se ocupaba su dios antes de revelarse hace unos pocos años. ¿Es que no amaba a la humanidad hasta última hora? De este modo, mediante una inigualable combinación de ironía mordaz con una lógica inflexible, Tertuliano se convirtió en el azote de los herejes y campeón de la ortodoxia.

Y sin embargo, alrededor del año 207 aquel rudo enemigo de los herejes, aquel tenaz defensor de la autoridad de la iglesia, se unió al movimiento montanista, que el resto de los cristianos consideraba herético. Ese paso dado por Tertuliano es uno de los misterios insolubles de la historia de la iglesia, pues sus propios escritos y los demás documentos de la época nos dicen poco acerca de sus motivaciones. Por tanto, es imposible decir a ciencia cierta por qué Tertuliano se hizo montanista. Pero sí podemos, mediante el estudio del montanismo y del carácter de Tertuliano, ver algo de la afinidad que existía entre ambos.

El montanismo recibe ese nombre de su fundador, Montano, quien había sido sacerdote pagano hasta su conversión alrededor del año 155. Algún tiempo después, Montano comenzó a profetizar, diciendo que había sido poseído por el Espíritu Santo. Pronto se le unieron dos mujeres, Priscila y Maximila. Esto en sí no era nuevo, pues en esa época todavía continuaba la práctica de permitirles a quienes recibía ese don que profetizaran en las iglesias. Lo que sí se acostumbraba —y se había acostumbrado desde el principio— era asegurarse de que lo que tales profetas decían concordaba con la doctrina cristiana. En el caso de Montano y sus seguidores, pronto las autoridades eclesiásticas comenzaron a tener dudas, pues los montanistas decían que con ellos había comenzado una nueva era. De igual modo que en Jesucristo se había iniciado una nueva edad, ahora estaba sucediendo lo mismo con la dádiva del Espíritu Santo a los montanistas. Esa nueva edad se caracterizaba por una vida moral más rigurosa, de igual modo que el Sermón del Monte había enseñado una doctrina más rigurosa que el Antiguo Testamento.

La razón por la que el resto de la iglesia se opuso a la predicación de los montanistas no fue su énfasis en las profecías, sino lo que pretendían en el sentido de que ahora comenzaba una nueva era, el fin de la historia. Según el Nuevo Testamento, los últimos tiempos comenzaron con el advenimiento y resurrección de Jesucristo, y con la dádiva del Espíritu Santo. Con el correr de los años, esto se fue olvidando, hasta el punto que a nosotros hoy se nos hace difícil concebirlo así. Pero en el siglo segundo la iglesia seguía afirmando que el fin había comenzado en Jesucristo. Por lo tanto, afirmar, como lo hacían los montanistas, que el fin había comenzado ahora, con la dádiva del Espíritu a Montano y los suyos, era disminuir la importancia de los acontecimientos del Nuevo Testamento y pretender que el evangelio no era sino una etapa más en la historia de la salvación. Tales doctrinas la iglesia no podía aceptar.

Tertuliano, sin embargo, parece haberse sentido atraído por el rigorismo de los montanistas. Su mente legalista exigía un orden perfecto, en el que todo se hiciera como era debido. En la iglesia, a pesar de todos sus esfuerzos por cumplir la voluntad de Dios, había demasiadas imperfecciones que no cuadraban con el legalismo de Tertuliano. El único modo de explicar esas imperfecciones, y de sobreponerse a ellas, consistía en creer que la iglesia era sólo una etapa intermedia, y que ahora había comenzado una nueva era del Espíritu, en la que todas esas imperfecciones quedarían detrás. Naturalmente, tales esperanzas resultan frustradas, y el hecho es que hacia el fin de sus días Tertuliano parece haber fundado la secta de los “tertulianistas”, probablemente un grupo de personas que creían que aun los montanistas se habían vuelto demasiado flexibles.

En todo caso, el fenómeno que vemos en Tertuliano aparece repetidamente en la historia de la iglesia en dos sentidos: primero, una y otra vez veremos el conflicto entre quienes insisten en que la iglesia ha de ser una comunidad absolutamente pura, y quienes responden que ha de ser ante todo una comunidad de amor, en la que todos hallen aceptación; segundo, repetidamente veremos que existe una relación paradójica entre la búsqueda de la “libertad” del Espíritu y la insistencia en el rigor de la ley. Tertuliano es ejemplo característico de todo esto. Aún después de hacerse montanista, Tertuliano no dejó de atacar a quienes a su parecer torcían la fe cristiana. Varias de sus obras del período montanista han sido de gran importancia en el desarrollo posterior de la teología. Y ninguna lo ha sido tanto como su tratado Contra Práxeas.

Lo que sabemos acerca de la persona de Práxeas es poco o nada. Algunos eruditos piensan que nunca hubo tal persona, y que “Práxeas” es sencillamente el obispo de Roma, Calixto, a quien por alguna razón Tertuliano no quiere nombrar. En todo caso, resulta claro que el tal Práxeas había llegado a tener cierto poder en la iglesia de Roma, y que allí había utilizado ese poder para oponerse al montanismo y para proponer su propia interpretación acerca de las relaciones entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Según Praxeas, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo eran tres modos en los que Dios se manifestaba, de manera que Dios unas veces era Padre, otras Hijo y otras Espíritu. Esta es la doctrina que recibe el nombre de “patripasionismo”. Según ella el Padre sufrió la pasión, pues el Hijo es el Padre.

Tertuliano comienza su tratado Contra Práxeas con su mordacidad característica: Praxeas sirvió al diablo en Roma de dos modos: expulsando la profecía e introduciendo la herejía, echando al Espíritu y crucificando al Padre (Contra Praxeas. 1). Pero pronto Tertuliano deja este tono para proponer su propia formula acerca del modo en que ha de entenderse la relación entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Esa fórmula es que hay en Dios “una substancia y tres personas”.

La importancia de esto es enorme, puesto que Tertuliano fue la primera persona en referirse a la Trinidad mediante el uso de esta fórmula, que después llegaría a ser generalmente aceptada. Esto no quiere decir, naturalmente, que Tertuliano “inventara” la doctrina de la Trinidad, pero sí que fue él quien creó el vocabulario que a la larga se hizo común. De igual modo, y también en respuesta a otras opiniones de Práxeas, Tertuliano dijo que hay en Cristo “una persona” y “dos substancias o naturalezas”: la divina y la humana. También esta fórmula, utilizada por primera vez por Tertuliano, vino a ser la fórmula generalmente aceptada para expresar la relación entre la divinidad y la humanidad en Jesucristo.

Por todas estas razones, Tertuliano es un personaje único en la historia de la iglesia. Ardiente defensor de la ortodoxia frente a toda clase de herejías, terminó por unirse a uno de los movimientos que el resto de la iglesia consideraba herético. Y, aún después de hereje, siguió produciendo obras y fórmulas teológicas que serían de gran importancia en el curso futuro de la iglesia. Además, fue él el primer teólogo cristiano que escribió en lengua latina, que era la lengua común en la mitad occidental del Imperio, y por tanto su pensamiento influyó notablemente sobre toda la teología occidental.

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