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Sirvamos a Dios con lo que tenemos

Tiempo atrás, un famoso saltimbanqui se cansó de la vana y agitada vida del circo y solicitó ser parte de la comunidad de un monasterio. Fue admitido y allí convivió con los monjes. Pronto se sintió triste pues casi no sabía hacer nada que allí se necesitara. Allí unos escribían, otros predicaban, otros estudiaban, otros eran carpinteros, cocineros, fontaneros, etc. Pero él no sabía hacer nada de eso.

Un día, muy frustrado y desilusionado, fue a la capilla a meditar. Allí oraba y lloraba, volcando toda su frustración delante de una imagen de Jesucristo. Le confesaba que él le amaba y quería servirle pero no sabía cómo. De pronto se le iluminó el rostro. Se levantó, se quitó el hábito para tener mayor libertad de movimiento y se puso a saltar como en sus mejores tiempos. Hizo todas las piruetas que tenía en su amplio repertorio de saltimbanqui, hasta que, sudando y exahusto, quedó rendido en el suelo.

Cuenta la leyenda que en ese momento, Cristo descendió y sonriendo le secó el sudor y le dijo: «Bien, buen siervo y fiel, veo que sobre lo que tienes eres fiel.» Aprobando de esta manera el acto de adoración y servicio que aquel hombre quiso rendirle utilizando el conocimiento y habilidades que tenía.

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