Hermanos míos, no haya entre ustedes tantos maestros, pues ya saben que quienes enseñamos seremos juzgados con más severidad.
Los maestros tenían una importancia de primer orden en la Iglesia Primitiva. Siempre que se los menciona, es con honor. En la iglesia de Antioquía se los equipara a los profetas, y juntos mandaron a Pablo y Bernabé a su primer viajes misionero (Hechos 13:1). En la lista que nos da Pablo de los que tenían un ministerio importante en la Iglesia se los menciona a continuación de los apóstoles y los profetas (1 Corintios 12:28; . cp. Efesios 4:11). Los apóstoles y los profetas eran ministerios itinerantes. Su campo era toda la Iglesia; y no se quedaban mucho tiempo en cada congregación. Pero los maestros tenían un ministerio local; estaban adscritos a una congregación, y su suprema importancia dependía del hecho de que era a ellos a los que correspondía instruir y edificar a los convertidos en las verdades del Evangelio.
A ellos les correspondía la responsabilidad decisiva de poner el sello de su fe y conocimientos en los que llegaban a la iglesia. En el Nuevo Testamento mismo tenemos atisbos de maestros que fallaron en su responsabilidad y se convirtieron en falsos maestros. Había maestros que trataban de hacer del Evangelio una especie de judaísmo, y trataban de introducir la circuncisión y la observancia de la ley del Antiguo Testamento (Hechos 1 S: 24).
Había maestros que no vivían nada de la verdad que enseñaban, cuya conducta estaba en contradicción con su instrucción y que no hacían más que deshonrar la fe que representaban (Romanos 2:17-29). Había algunos que trataban de enseñar antes de llegar ellos mismos a saber nada (1 Timoteo 1:6s); y otros que no querían más que satisfacer los deseos vanos de la gente (2 Timoteo 4:3). Pero, aparte de los falsos maestros, Santiago está convencido de que la enseñanza es una ocupación peligrosa. Su instrumento es la palabra, y su agente, la lengua. Ropes dice que Santiago se preocupa de advertir «la responsabilidad de los maestros y lo peligroso del instrumento que tienen que usar.»
El maestro cristiano entraba en posesión de una herencia peligrosa; tomaba el lugar de los rabinos judíos. Hubo muchos rabinos sabios y santos; pero los rabinos recibían un trato que podía arruinar el carácter de cualquiera. Rabí quería decir «mi Grande.» Dondequiera que iba se le trataba con el máximo respeto. Se decía que las obligaciones que se tenían con un rabino excedían a las que se tenían con un padre, porque a los padres se debe la existencia en este mundo, pero a los rabinos en el mundo venidero. Hasta se decía que si fueran apresados por el enemigo los padres y el maestro de una persona, esta tenía obligación de rescatar en primer lugar a su maestro. Es verdad que a los rabinos no se les permitía recibir dinero por su enseñanza y que se suponía que se ganaba la vida trabajando en su oficio secular; pero se creía igualmente que era especialmente meritorio y piadoso el mantener a un rabino. Era tremendamente fácil para un rabino convertirse en la clase de persona que Jesús describía: un tirano espiritual, un traficante en la piedad, un enamorado de las distinciones y de que se le mostrara un respeto servil en público (Mateo 23:4-7). Cualquier maestro corría peligro de convertirse en «el Señor Oráculo.» No hay profesión más propensa a general orgullo intelectual y espiritual. Hay dos peligros que deben evitar los maestros.
En virtud de su ministerio puede que le corresponda enseñar a los que son más jóvenes de edad o en la fe. Por tanto, debe esforzarse en evitar dos cosas. Debe asegurarse de que está enseñando la verdad y no sus propias opiniones y aun prejuicios. Es fatalmente fácil para un maestro el tergiversar la verdad y enseñar, no la versión de Dios, sino la suya propia. Debe tener mucho cuidado de no contradecir sus enseñanzas con su vida; de no caer en el «Hacedlo que yo os digo, pero no lo que yo hago.» Como decían los rabinos judíos: «No el aprendizaje, sino la puesta por obra es la base, y el que multiplica las palabras multiplica el pecado» (Dichos de los padres 1:18). La advertencia de Santiago es que el maestro ha entrado voluntariamente en una posición especial; y está, por tanto, en peligro de una mayor condenación si falla. Las personas a las que Santiago estaba escribiendo codiciaban el prestigio del maestro; Santiago les recuerda su responsabilidad.
Todos cometemos muchos errores; ahora bien, si alguien no comete ningún error en lo que dice, es un hombre perfecto, capaz también de controlar todo su cuerpo. Santiago concreta dos ideas que estaban entretejidas en la literatura y el pensamiento judíos.
(i) No hay persona en el mundo que no cometa ningún pecado. La palabra que usa Santiago quiere decir literalmente resbalar: «La vida –decía el gran marino Lord Fisher– está regada de cáscaras de plátano:» El pecado muchas veces no es deliberado, sino el resultado de un resbalón que nos ha pillado desprevenidos. La universalidad del pecado aparece en toda la, Biblia. «Nadie es justo, ni siquiera uno –cita Pablo–; porque todos hemos pecado y hemos perdido la gloria de Dios» (Romanos 3:10, 23). «Si decimos que no hemos pecado –dice Juan– nos engañamos a nosotros mismos y no hay verdad en nosotros» (1 Juan 1:8). No hay ninguno en la Tierra que sea justo, que haga siempre el bien y que no peque nunca», decía el Predicador (Eclesiastés 7:20). «No hay nadie –dice un sabio judío– entre todos los nacidos que nunca haya obrado con maldad; y aun entre los fieles, no hay nadie que no haya obrado imperfectamente» No cabe el orgullo en la vida humana, porque no hay ser humano en la Tierra que no tenga ningún defecto del que avergonzarse. Hasta los escritores paganos tienen la misma conciencia de pecado. «Es propio de la naturaleza humana el pecar, tanto en la vida privada como en la pública,» decía Tucídides (3:45). «Todos nosotros pecamos –decía Séneca–; unos con más malicia, y otros más a la ligera (Sobre la clemencia 1:6).