(ii) En una vida bien equilibrada debe haber oración y esfuerzo. También aquí existe la tentación a dividir los santos en dos categorías: los que se pasan la vida retirados del mundanal ruido, de rodillas y en constante devoción, y los currantes que se meten en el polvo y el barro y el calor del día. Pero eso no vale. Se dice que Martín Lutero era muy amigo de otro fraile que estaba tan convencido como él de la necesidad de la Reforma; y llegaron a un acuerdo: Lutero se metería en el mundo a pelear allí, y el otro se quedaría en su celda rezando por el éxito de las labores de Lutero. Pero una noche, el otro fraile tuvo un sueño: Vio a un segador solitario arrostrando la tarea imposible de segar él solo todo un campo inmenso. El segador solitario volvió la cabeza y el fraile le reconoció como Martín Lutero; y reconoció que tenía que salir de su celda e ir en su ayuda. Desde luego, es cierto que hay algunos que, por causa de la salud o de la edad, no pueden hacer más que orar, y sus oraciones son necesarias y eficaces. Pero, si una persona normal cree que la oración puede ocupar el lugar del esfuerzo y el riesgo, su vida de oración puede que sea simplemente una forma ce evasión. La oración y el esfuerzo deben ir codo con codo.
(iii) En una vida bien equilibrada debe haber fe y obras. Es solamente en las obras como se muestra y demuestra la fe; y es solamente por la fe como se emprenderán y realizarán las obras. La fe no puede por menos de rebosar en la acción, y la acción empieza sólo cundo una persona tiene fe en alguna gran causa o en algún gran principio que Dios le presenta.
¿Necesitas una prueba, cabeza de chorlito, de que la fe sin obras no sirve para nada? ¿Es que nuestro padre Abraham no demostró su integridad en virtud de obras, cuando estuvo dispuesto a ofrecer a su propio hijo Isaac en el altar? Ya ves hasta qué punto su fe cooperaba con sus obras, y que su fe llegó a su plenitud en las obras, haciéndose así realidad el pasaje de la Escritura que dice: «Abraham creyó a Dios, y eso se le contó como integridad, porque era amigo de Dios.» Ya ves que es en las obras como una persona demuestra que es cabal, y no sólo por la fe. Y lo mismo Rahab, la prostituta, ¿no demostró que estaba de parte de Dios cuando acogió a los mensajeros y luego los envió por otro camino? Y es que, como un cuerpo que no respira está muerto, así una fe que no produce obras está muerta.
Santiago presenta dos ilustraciones del punto de vista en el que está insistiendo. Abraham es el gran ejemplo de la fe, pero patentizó su fe cuando estuvo dispuesto a sacrificar a su hijo único Isaac cuando entendió que Dios se lo demandaba. Rahab, por otra parte, era una figura famosa en las leyendas judías. Dio refugio a los espías israelitas que habían ido a observar la Tierra Prometida (Josué 2:1-21). La leyenda posterior dijo que Rahab se hizo prosélita de la fe judía, que se casó con Josué y que fue una antepasada directa de muchos sacerdotes y profetas; entre ellos Ezequiel y Jeremías. Fue el trato que les dio a los espías lo que demostró que tenía fe.
Tanto Pablo como Santiago tienen razón aquí. Si Abraham no hubiera tenido fe, no habría respondido a las llamadas de Dios. Si Rahab no hubiera tenido fe, nunca habría corrido el riesgo de comprometer su futuro con la suerte de Israel. Pero también, si Abraham no hubiera estado dispuesto a obedecer a Dios hasta lo último, su fe habría sido irreal; y amenos que Rahab hubiera estado dispuesta a arriesgarse a ayudar a los espías israelitas indefensos, su fe habría sido inútil. Estos dos ejemplos demuestran que la fe y las obras no son actitudes opuestas; de hecho, son inseparables. Ninguna persona se sentirá nunca movida a la acción si no tiene fe; y su fe no será genuina a menos que la mueva a la acción. La fe y las obras son los dos lados de la moneda que representa nuestra experiencia de Dios.