(i) Empezamos por advertir que el punto de vista de Santiago es el de todo el Nuevo Testamento en general. Juan el Bautista predicaba que la gente tenía que demostrar la autenticidad de su arrepentimiento con la excelencia de sus obras (Mateo 3:8; Lucas 3:8). Jesús predicaba que había que vivir de tal manera que el mundo viera las buenas obras de Sus seguidores y dar la gloria a Dios (Mateo 5:16). Insistía en que a las personas se las conocía por sus frutos lo mismo que a los árboles, y que una fe que no se manifiesta nada más que de palabra nunca podría tomar el lugar de la que se expresa haciendo la voluntad de Dios (Mateo 7:15-21). Tampoco echamos de menos este énfasis en el mismo Pablo. Aparte de todo lo demás, pocos maestros habrá habido que hayan hecho más hincapié que él en el efecto ético del Evangelio. Por muy doctrinales y teológicas que nos parezcan sus cartas, no dejan nunca de terminar con una sección en la que se insiste en las obras como la expresión de la fe cristiana. Aparte de esa su general costumbre, Pablo expresa repetidas veces la importancia que asigna a las obras como parte de la vida cristiana. Habla del Dios Que «pagará a cada uno conforme a sus obras» (Romanos 2:6). Insiste en que «cada uno de nosotros dará a Dios cuenta de sí» (Romanos 14:12). Exhorta a todos a despojarse de las obras de las tinieblas y vestirse las armas de la luz (Romanos 13:12). «Cada uno recibirá su recompensa conforme a su labor» (1 Corintios 3:8). «Porque es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o malo» (2 Corintios 5:10). El cristiano se ha despojado del viejo hombre con sus hechos (Colosenses 3:9). El hecho de que el Cristianismo se tiene que demostrar con hechos es una parte esencial de la fe cristiana según todo el Nuevo Testamento.
(ii) Pero el hecho es que Santiago sigue pareciendo como si no estuviera de acuerdo con Pablo; porque, a pesar de todo lo que ya hemos dicho, Pablo hace hincapié especialmente en la gracia y la fe, mientras que Santiago lo hace sobre la acción y las obras. Pero hay que decir una cosa: lo que Santiago ridiculiza no es el paulinismo, sino una perversión de él. La posición esencialmente paulina se contiene en la frase: «Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo» (Hechos 16: 31). Pero está claro que el sentido que adscribamos a esta demanda dependerá totalmente del que le demos a creer. Hay dos maneras de creer.
(a) Hay una manera de creer que es puramente intelectual. Por ejemplo: yo creo que el cuadrado de la hipotenusa en un triángulo rectángulo es igual a la suma de los cuadrados de los dos catetos; y si se me exigiera, podría demostrarlo; pero no tiene la más mínima influencia en mi vida: lo acepto, pero no tiene ningún efecto en mí.
(b) Y hay otra manera de creer. Yo creo que cinco y cinco suman diez y, por tanto, me niego a pagar más de diez pesetas por dos chupa-chups que cuestan cinco cada uno. Llevo esa convicción; no sólo en la mente, sino a la vida y la acción.
A lo que Santiago se opone es a la clase de creencia que consiste en aceptar un hecho sin dejarle que tenga la más mínima influencia en nuestra vida. Los demonios también están convencidos intelectualmente de la existencia de Dios; de hecho, hasta tiemblan de miedo cuando piensan en Él; pero su creencia no los cambia en lo más mínimo. Para Pablo creer en Jesucristo quería decir llevar esa fe a cada porción de la vida, y vivir de acuerdo con ella.
Es fácil tergiversar el paulinismo y castrar la fe de todo su valor efectivo; pero no es realmente el paulinismo, sino una forma malentendida de él lo que Santiago ridiculiza. Condena la profesión sin la práctica, y con esa condenación Pablo habría estado totalmente de acuerdo.
(iii) Aun concediendo eso, aún se advierte una diferencia entre Santiago y Pablo: empezaron en diferentes momentos de la vida cristiana. Pablo empieza por el principio. Insiste en que nadie puede nunca ganarse el perdón de Dios. El primer paso es el que da la soberana gracia de Dios; una persona no puede hacer más que aceptar el perdón que Dios ofrece en Jesucristo. Santiago empieza mucho más tarde, por el que ha hecho profesión de cristiano, por la persona que confiesa haber recibido ya el perdón y encontrarse en una nueva relación con Dios. Tal persona, dice Santiago con toda la razón, debe vivir una nueva vida, porque es una nueva criatura. Ha sido justificada; ahora debe demostrar que está santificada. El hecho es que nadie se puede salvar por las obras; pero es igualmente cierto que nadie se puede salvar sin producir obras. Con mucho la mejor analogía es la de un gran amor humano. El que se sabe amado está seguro de que no ha podido merecer esa dicha; pero también está seguro de que debe pasar la vida tratando de ser digno de ese amor. La diferencia entre Santiago y Pablo depende de su punto de partida. Pablo empieza por el gran hecho básico del perdón de Dios que nadie puede merecer o ganar; Santiago empieza por el que es ya cristiano, e insiste en que debe demostrar que lo es en, sus obras. No somos salvos por hacer las obras; somos salvos para hacer las obras; estas son las verdades gemelas de la vida cristiana. Pablo insiste en la primera, y Santiago en la segunda. De hecho, no se contradicen, sino se complementan; y el mensaje de ambos es esencial a la fe cristiana en su forma más plena. Como decía Lutero: «La fe salva sin obras; pero la fe que salva va siempre seguida de obras.»