Santiago 1: Saludo

Hay algo poco corriente en el saludo inicial de esta carta. Santiago manda saludos a sus lectores usando la palabra jairein, que es la que se solía usar en las cartas personales en griego. Pablo no la usa nunca, sino siempre el saludo distintivo de los cristianos «Gracia y paz» (Romanos 1:7; 1 Corintios 1:3; 2 Corintios 1:2; Gálatas 1:3; Efesios 1:2; Filipenses 1:2; Colosenses 1:2; 1 Tesalonicénses 1:1; 2 Tesalonicenses 1:2; Filemón 3). El saludo corriente griego sólo aparece dos veces en el resto del Nuevo Testamento: en la carta que dirige el oficial romano Claudio Lisias a Félix para garantizar la seguridad del viaje de Pablo (Hechos 23:26), y en la carta general que se mandó a todas las iglesias gentiles con la decisión del Concilio de Jerusalén que les garantizaba la admisión en la Iglesia (Hechos 15:23). Esto es interesante, porque fue Santiago el que presidió aquel Concilio (Hechos 15:13). Puede que usara el saludo más general porque la carta iba dirigida a un círculo muy amplio de gentiles.

La carta va dirigida a las doce tribus que están esparcidas por el extranjero; literalmente, en la Diáspora, que era la palabra técnica que designaba a los judíos que vivían fuera de Palestina. Todos los millones de judíos que había, por la razón que uno quiera imaginarse, fuera de la Tierra Prometida, eran la Diáspora. Esta dispersión de los judíos por todo el mundo fue de importancia capital para la extensión del Cristianismo, porque quería decir que había sinagogas en todas las ciudades principales, que era donde empezaban su labor los predicadores cristianos; y también quería decir que había grupos de hombres y mujeres por todo el mundo que ya conocían el Antiguo Testamento, y que habían hecho que algunos gentiles se interesaran por la fe de Israel.

Veamos cómo se había producido esa dispersión. Algunas veces, y así fue como empezó todo el proceso, los judíos fueron exiliados de su tierra y obligados a vivir en otros lugares. Hubo tres grandes deportaciones.

(i) La primera tuvo lugar cuando el Reino del Norte, con su capital en Samaria, fue conquistado por los asirios, y sus habitantes fueron llevados cautivos a Asiria (2 Reyes 17:23; 1 Crónicas 5:26). Esos eran las diez tribus perdidas, que no volvieron a Palestina. Los judíos creían que, al final de todas las cosas, todos los judíos se reunirían en Jerusalén; pero creían que, hasta que llegara el fin del mundo, esas diez tribus no volverían. Fundaban esa creencia en una interpretación bastante fantástica de un texto del Antiguo Testamento. Los rabinos lo argüían de la siguiente manera: «Las diez tribus no volverán nunca, porque se dice de ellas: “Los arrojó a otra tierra, como hoy se ve” (Deuteronomio 29:28). Como “hoy” acaba y nunca vuelve, así ellos partieron y nunca volverán. Como “hoy” se oscurece y vuelve a amanecer otra vez, así también el día amanecerá para que vuelvan las diez tribus que ahora están en las tinieblas.»

(ii) La segunda gran: deportación fue alrededor del año 580 a. C. , después que los babilonios conquistaron el Reino del Sur, cuya capital era Jerusalén, y llevaron cautivos a Babilonia a los mejores del pueblo (2 Reyes 24:14-16; Salmo 137). Aquellos judíos se comportaron en Babilonia de una manera muy diferente: se resistieron a ser asimilados y perder su identidad. Se dice que estaban principalmente en las ciudades de Nahardea y de Nisibis. Fue precisamente en Babilonia donde floreció el enciclopedismo judío y se produjo el Talmud Bablí o babilonio, exposición masiva de la ley judía en sesenta inmensos volúmenes. Cuando Josefo escribió su Guerras de las judíos, la primera edición no fue en griego sino en arameo, e iba dirigida a los judíos intelectuales de Babilonia. Él nos dice que los judíos alcanzaron tal poder allí que en un tiempo la provincia de Mesopotamia estaba gobernada por ellos. Sus dos gobernadores judíos fueron Asideo y Anileo; y al morir Anileo se dijo que fueron masacrados no menos de 50,000 judíos.

(iii) La tercera deportación tuvo lugar mucho más tarde. Cuando Pompeyo derrotó a los judíos y tomó Jerusalén en 63 a. C. , se llevó esclavos a Roma a muchos judíos. Su adhesión rígida a su propia ley ceremonial y su inflexible cumplimiento de la ley del sábado hacían que fueran difíciles hasta como esclavos, por lo que fueron manumitidos o liberados. Se asentaron en una especie de barrio propio a la otra orilla del Tiber. Al poco tiempo se los vio florecer por toda la ciudad. Dión Casio dice de ellos: «Fueron oprimidos con frecuencia, pero a pesar de todo se multiplicaron hasta tal punto que consiguieron hasta que se les respetaran sus costumbres.» Julio César fue su gran protector, y leemos que se pasaron toda la noche de duelo junto a su ataúd. También leemos que estaban presentes en gran número cuando Cicerón estaba defendiendo a Flaco. En el año 19 d. C. , toda la comunidad judía fue desterrada de Roma al ser acusada de haberle robado a una prosélita rica pretendiendo que el dinero era para el templo, y en aquella ocasión fueron llamados a filas para luchar contra los bandidos de Cerdeña; mas pronto regresaron. Cuando los judíos de Palestina enviaron su diputación a Roma para quejarse del gobierno de Arquelao, leemos que se les unieron 8,000 judíos que residían en la ciudad.

La literatura latina está llena de referencias sarcásticas contra los judíos, porque el antisemitismo no es nada nuevo; y el mismo número de referencias es prueba del papel que representaban en la vida de la ciudad.

Las deportaciones llevaron millares de judíos a Babilonia y a Roma; pero aún fueron muchos más los que se marcharon de Palestina por su propia voluntad, en busca de tierras más cómodas y productivas. Dos países en particular recibieron a miles de judíos. Palestina estaba como en un bocadillo entre dos grandes poderes: Siria y Egipto; y estaba en peligro, por tanto, de convertirse en campo de batalla: Por esa razón, muchos judíos se fueron, ya a Siria, ya a Egipto.

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