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Romanos 7: Liberados de la ley; unidos a Cristo

Los contemporáneos de Pablo conocían muy bien este sentimiento, lo mismo que lo conocemos nosotros. Séneca lo llamaba «nuestra indefensión en las cosas necesarias», y decía que los hombres odian sus pecados y los aman al mismo tiempo. Ovidio, el gran poeta latino, había escrito la famosa sentencia: «Veo las cosas mejores y las apruebo; pero sigo las peores.»

Nadie conocía este problema mejor que los judíos. Lo planteaban diciendo que, en toda persona, hay dos naturalezas, a las que llamaban yétser hatob y yétser hará -tendencia al bien y tendencia al mal-. Los judíos estaban convencidos de que Dios había hecho al hombre con un buen impulso y con un mal impulso.

Había rabinos que creían que el mal impulso estaba en el embrión antes del nacimiento. Era una «segunda personalidad malévola.» Era « el implacable enemigo del hombre.» Estaba acechando toda la vida para destruir al hombre. Pero los judíos veían con la misma claridad, en teoría, que nadie tiene por qué sucumbir a ese mal impulso. Ben Sira escribió: «Dios mismo creó al hombre al principio, y le dejó en la mano de su propio consejo. Si así lo quieres, guardarás los mandamientos, y de tu voluntad depende el obrar con fidelidad. Él te ha puesto delante agua y fuego: extiende la mano a lo que prefieras. Delante del hombre están la vida y la muerte, y se le dará la que escoja… Él no le ha mandado a nadie que obre maldad, ni a ningún hombre ha dado licencia para pecar.» (Eclesiástico 15:14-17, 20).

Había ciertas cosas que guardarían al hombre de caer en el impulso malo, y una de ellas era la Ley. Pensaban que Dios decía: « Yo he creado para ti el mal impulso; y he creado para ti la Ley como un antiséptico.» « Si te ocupas en la Ley no caerás en poder del mal impulso.»

Estaban la voluntad y la razón.

«Cuando Dios creó al hombre, implantó en él las pasiones y las disposiciones; y entonces, por encima de todo, entronizó la sagrada razón gobernadora.»

Cuando atacaba el mal impulso, los judíos creían que la sabiduría y la razón lo podían derrotar; el estar ocupado en el estudio de la Palabra de Dios era su seguridad; la Ley era un profiláctico; en tales momentos se podía pedir la ayuda del buen impulso.

Pablo sabía todo eso; y también sabía que, si bien todo era cierto en teoría, no lo era en la práctica. Había cosas en la naturaleza humana -eso era lo que él quería decir con este cuerpo fatal- que respondían a la seducción del pecado. Es parte de la situación humana que conocemos el bien pero hacemos el mal, que nunca somos tan buenos como sabemos que debemos ser. A1 mismo tiempo y a la vez nos atraen la bondad y la maldad.

Desde cierto punto de vista este pasaje se podría llamar el de las incapacidades.

(i) Demuestra la incapacidad del conocimiento humano. Si el saber que una cosa es buena fuera el hacerla, la vida sería fácil. Pero el conocimiento solo no hace bueno a nadie. Es lo mismo en la vida ordinaria: podemos saber -por lo menos mucha gente pretende saber- cómo se debe jugar al fútbol; pero eso no quiere decir que se sepa jugar. Puede que conozcamos las reglas de la poética; pero eso no quiere decir que sepamos escribir poesías que merezcan ese nombre. Parece fácil decir lo que se debe hacer en una situación laboral, económica o política, y muchos pretenden saberlo; pero, como en la fábula de los ratones, lo difícil es ponerle el cascabel al gato. Esa es la diferencia entre religión y moral. La moral es el conocimiento de un código; la religión es el conocimiento de una Persona; y es sólo cuando conocemos a Cristo cuando podemos hacer lo que sabemos que debemos hacer.

(ii) Demuestra la incapacidad de las resoluciones humanas. El decidir hacer una cosa está muy lejos el hacerla. Tiene la naturaleza humana una debilidad radical en la voluntad. Se enfrenta con los problemas, con las dificultades y con la oposición… y falla. Una vez, Pedro hizo una gran resolución: «Aunque tenga que morir contigo -le dijo a Jesús-, no te negaré» (Mateo 26:35); y sin embargo fracasó lastimosamente cuando se le presentó la ocasión de demostrar su lealtad. Cuando no recibe la fuerza de Cristo, la voluntad humana está abocada al fracaso.

(iii) Demuestra las limitaciones del diagnóstico. Pablo sabía muy bien lo que estaba mal, pero era incapaz de corregirlo. Era como un médico que sabe diagnosticar con toda seguridad una enfermedad, pero no puede prescribir la cura. Jesús es el único que no sólo diagnostica el mal sino que puede curarlo, y hacer que lo que está malo se ponga bueno. Lo que ofrece no es una crítica, sino una cura.

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