En el Cuarto libro de los Macabeos se relata un incidente sorprendente. Llevaron al sacerdote Eleazar ante Antíoco Epífanes, que se había propuesto acabar con la religión judía. Antíoco le mandó a Eleazar que comiera cerdo. El anciano sacerdote rehusó: «Ni aunque me saques los ojos o me abrases las entrañas. Nosotros, oh Antíoco, que vivimos bajo la Ley divina, no admitimos ninguna obligación por encima de la obediencia a la Ley.» Si tenía que morir, sus antepasados le recibirían «santo y puro.» Dio orden de que le apalearan. « Le rasgaron la carne con látigos hasta que chorreaba sangre por todo el cuerpo y las heridas le descubrían los costados. Cayó, y un soldado le dio de patadas. Al final, los soldados se compadecieron de él y le trajeron carne que no era de cerdo y le dijeron que la comiera y dijera que había comido cerdo. Se negó. Por último, le mataron.
«Muero en feroces tormentos por amor a la Ley» -dijo en oración a Dios. «Resistió -añade el-narrador- hasta la agonía de la muerte por causa de la Ley.»
¿Y por qué todo eso? Para no comer cerdo. Parece mentira que alguien esté dispuesto a morir así por una ley así. Pero los judíos estaban dispuestos. No cabe duda que tenían celo por la Ley. No se puede decir que no tomaran absolutamente en serio su religión.
Los judíos estaban convencidos de que adquirían crédito con Dios mediante la obediencia a la Ley. Lo que mejor revela la actitud judía son las tres clases en que dividían la humanidad: Había personas que eran buenas, cuyo balance era positivo; había otros que eran malos, cuya vida arrojaba un balance de deuda, y había quienes estaban en medio, que serían buenos si hicieran una buena obra más. Todo era cuestión de ley y mérito. A esto contesta Pablo: «Cristo es el final de la Ley», lo que quiere decir que es el final del legalismo. La relación entre Dios y el hombre ya no es la que existe entre un acreedor y un deudor, entre un asalariado y un patrono o entre un juez y un acusado. Gracias a Jesucristo, el hombre ya no está en la posición de tener que satisfacer la justicia divina; sólo tiene que aceptar Su amor. Ya no tiene que merecer el favor de Dios, sino solamente tomar la Gracia y el amor y la misericordia que Dios le ofrece gratuitamente.
Para demostrar su argumento Pablo cita dos pasajes del Antiguo Testamento. En primer lugar, Levítico 18: S, donde se dice que el que obedezca meticulosamente los mandamientos de Dios encontrará la vida. Es verdad, pero nadie ha podido. Luego cita Deuteronomio 30:12s. Dice Moisés que la Ley de Dios no es inasequible o imposible: está en la boca, en la mente y en el corazón del hombre. Pablo toma ese pasaje en sentido alegórico. No fue nuestro esfuerzo el que trajo al mundo a Cristo o Le resucitó. No es nuestro esfuerzo lo que nos reconcilia con Dios. Dios lo ha hecho por nosotros, y no tenemos más que aceptarlo y recibirlo.
Los versículos 9 y 10 son de suprema importancia. Contienen la base del primer credo cristiano.
(i) Hay que confesar que Jesucristo es el Señor. La palabra para Señor es Kyrios. Es la palabra clave del cristianismo primitivo. Su significado pasa por cuatro etapas:
(a) Es el título normal de respeto, como en español señor, en inglés sir, en francés monsieur y en alemán Herr.
(b) Era el título que se aplicaba al Emperador romano.
(c) Era el título de los dioses griegos
y romanos, que se colocaba antes del nombre; por ejemplo: Kyrios Serapis. (d) En la traducción al griego del Antiguo Testamento, Kyrios es la traducción normal del nombre divino Yahweh o Jehová. Los primeros cristianos iban a la muerte con tal de no confesar que el César era Kyrios, porque sólo aplicaban ese título a Jesucristo. Cuando llamaban a Jesús Kyrios, no sólo le confesaban como el Señor supremo de su vida, y Le estaban equiparando al Emperador o a los dioses griegos, sino con el Dios único y verdadero, al Que se debía absoluta obediencia y culto reverente. Llamar Kyrios a Jesús era reconocer y confesar su divinidad. Lo primero para ser cristiano es el sentimiento de qué Jesucristo es supremamente único.