La historia de esta palabra muestra bien a las claras que las posesiones materiales pueden llegar a usurpar un lugar en la vida que no estaba programado que ocuparan. En principio, las posesiones materiales de una persona eran las cosas que se confiaban a otra persona para que las tuviera a salvo; por último, llegaron a ser las cosas en las que la persona ponía su confianza.
No se puede describir mejor el dios de una persona que diciendo que es el poder en el que confía; y cuando se pone la confianza en las cosas materiales, estas se han convertido, no en su apoyo, sino en su dios.
Lugar de las posesiones materiales
Este dicho de Jesús nos obliga a plantearnos el lugar que deben ocupar en nuestra vida las posesiones materiales. La enseñanza de Jesús descansa sobre tres grandes principios:
(i) En último análisis, todas las cosas pertenecen a Dios. La Escritura lo deja bien claro. «Del Señor es la Tierra y todo lo que hay en ella; el mundo, y todos los que lo habitan» (Salmo 24:1). «Porque Mías son todas las bestias del bosque, y el ganado de un millar de collados… Si Yo tuviera hambre, no te lo diría a ti, porque el mundo y todos los seres que habitan en él son Míos» (Salmo 50:10,12).
En las parábolas de Jesús, es el amo el que les confía sus talentos a sus siervos: A uno de ellos le entregó cinco mil monedas, a otro dos mil y a otro mil: a cada uno según su capacidad. Entonces se fue de viaje. (Mateo 25:15), y el propietario el que les confía su viña a sus campesinos: Escuchen otra parábola: El dueño de una finca plantó un viñedo y le puso un cerco; preparó un lugar donde hacer el vino y levantó una torre para vigilarlo todo. Luego alquiló el terreno a unos labradores y se fue de viaje. (Mateo 21:33). Este principio tiene consecuencias incalculables. Las personas pueden comprar y vender cosas; hasta cierto punto pueden cambiarlas y organizarlas, pero no crearlas. El propietario indiscutible de todas las cosas es Dios. No hay nada en el mundo que uno pueda decir: «Esto es mío,» sino solamente: «Esto pertenece a Dios, Que me permite usarlo.»
De aquí surge un gran principio de la vida. No hay nada en el mundo de lo que nadie pueda decir: «Esto es mío, y hago con ello lo que me da la gana.» Por el contrario, lo que debe decir es: «Esto es de Dios, y debo usarlo como quiere su Propietario.»
Se cuenta de una niña de la ciudad a la que llevó su maestra un día al campo. No había visto nunca tantas flores juntas. Se volvió a su maestra, y le dijo: «¿Cree usted que a Dios Le molestará que coja algunas de Sus flores?» Esa es la actitud correcta con la vida y todo lo que hay en el mundo.
(ii) El segundo principio básico es que las personas son siempre más importantes que las cosas.
Si se adquiere las posesiones, si se amasa el capital, si se acumula la riqueza a costa de tratar a las personas como cosas, entonces todas esas riquezas son malas. Siempre y cuando se olvide ese principio, o no se tenga en cuenta, o se viole, se producirá irremisiblemente un desastre a gran escala.
En muchos países industrializados, en el día de hoy estamos sufriendo en el mundo de las relaciones industriales las consecuencias de haber tratado a las personas como cosas en los días de la revolución industrial. Sir Arthur Bryant cuenta en su English Saga algunas de las cosas que sucedían entonces. Se empleaban niños de siete y ocho años y hasta hay un caso de uno de tres años, para trabajar en las minas. Algunos de ellos arrastraban carretillas por aquellas galerías andando a gatas; otros bombeaban el agua metidos en ella hasta las rodillas doce horas al día; otros, a los que llamaban «los tramperos,» abrían y cerraban las puertas para la ventilación, encerrados en cámaras hasta dieciséis horas al día. En 1815 los niños trabajaban en los molinos desde las 5 de la mañana hasta las 8 de la noche sin ni siquiera medio día libre los sábados, y con nada más que media hora para el desayuno y otra media para la comida. En 1833 había 84,000 niños menores de 14 años en las fábricas. Hasta se conoce el caso de niños que ya no se necesitaban, que los echaban a la deriva. Los empresarios objetaban a la expresión «echar a la deriva,» y decían que los niños habían sido puestos en libertad. Reconocían que los niños lo podían tener crudo.