Presentación de Jesús en el templo

Cuando se cumplieron los días en que ellos debían purificarse según la ley de Moisés, llevaron al niño a Jerusalén para presentárselo al Señor. Lo hicieron así porque en la ley del Señor está escrito: «Todo primer hijo varón será consagrado al Señor.» Fueron, pues, a ofrecer en sacrificio lo que manda la ley del Señor: un par de tórtolas o dos pichones de paloma. En aquel tiempo vivía en Jerusalén un hombre que se llamaba Simeón. Era un hombre justo y piadoso, que esperaba la restauración de Israel. El Espíritu Santo estaba con Simeón, y le había hecho saber que no moriría sin ver antes al Mesías, a quien el Señor enviaría. Guiado por el Espíritu Santo, Simeón fue al templo; y cuando los padres del niño Jesús lo llevaron también a él, para cumplir con lo que la ley ordenaba, Simeón lo tomó en brazos y alabó a Dios, diciendo: «Ahora, Señor, tu promesa está cumplida: puedes dejar que tu siervo muera en paz. Porque ya he visto la salvación que has comenzado a realizar a la vista de todos los pueblos, la luz que alumbrará a las naciones y que será la gloria de tu pueblo Israel.» El padre y la madre de Jesús se quedaron admirados al oír lo que Simeón decía del niño. Entonces Simeón les dio su bendición, y dijo a María, la madre de Jesús: –Mira, este niño está destinado a hacer que muchos en Israel caigan o se levanten. Él será una señal que muchos rechazarán, a fin de que las intenciones de muchos corazones queden al descubierto. Pero todo esto va a ser para ti como una espada que atraviese tu propia alma. Lucas 2:22-35

No había judío que no creyera que su nación era el pueblo escogido de Dios. Pero los judíos no podían por menos de darse cuenta de que no sería por medios humanos por los que su nación llegara a alcanzar la suprema grandeza que creían que le estaba reservada. Con mucho la mayoría de ellos creía que, como los judíos eran el pueblo escogido, estaban destinados a llegar a ser algún día los amos del mundo y los señores de todas las naciones. Para traer ese día, algunos creían que vendría del Cielo algún gran campeón; otros creían que surgiría otro rey de la dinastía de David que devolvería al pueblo toda su antigua grandeza, y otros creían que Dios mismo intervendría directamente en la historia de manera sobrenatural.

En contraste con todos esos había unos pocos a los que llamaban los reposados de la tierra: no tenían sueños de grandeza, violencia o poder de ejércitos con banderas; creían en una vida de constante oración y de reposada pero vigilante espera hasta que Dios interviniera. Pasaban la vida esperando tranquila y pacientemente en Dios.

Así era Simeón: en oración, en adoración, en humilde y fiel expectación, esperaba el día en que Dios había de consolar a su pueblo. Dios le había prometido por medio del Espíritu Santo que no llegaría al final de su vida sin haber visto al ungido Rey de Dios. En el niño Jesús reconoció al Rey prometido, y se sintió feliz. Ahora estaba preparado para partir de esta vida en paz, y su cántico se conoce como el Nunc Dimittis, por sus dos primeras palabras en latín, y es otro de los grandes himnos de la Iglesia Cristiana.

En el versículo 34 Simeón da una especie de resumen de la obra y el destino de Jesús:

(i) Será la causa de que muchos caigan. Este es un dicho duro y extraño, pero cierto. No es tanto Dios el que juzga a un hombre, sino que es el hombre el que se juzga a sí mismo; y su juicio es su reacción a Jesucristo. Si cuando se encuentra ante esa bondad y esa maravilla su corazón reacciona con una respuesta de amor, está dentro del Reino. Si ante ese encuentro continúa fríamente insensible o se vuelve activamente hostil, queda excluido. Hay un gran rechazo, lo mismo que una gran aceptación.

(ii) Será la causa de que muchos se levanten. Hace mucho tiempo, el gran filósofo español Séneca dijo que lo que los hombres necesitaban más que nada era que se les tendiera una mano para levantarlos. Es la mano de Jesús la que levanta al hombre de la vieja vida a la nueva vida, del pecado a la bondad, de la vergüenza a la gloria.

(iii) Se enfrentará con mucha oposición. Ante Jesucristo no cabe la neutralidad: o nos rendimos a Él o estamos en guerra con Él. Y lo trágico de la vida es que el orgullo no nos deja hacer la rendición que conduce a la victoria.

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