La costumbre era que los cuerpos de los criminales no se enterraban, sino que se dejaban para los perros y los buitres; pero José de Arimatea salvó el cuerpo de Jesús de esa suerte indigna. No quedaba mucho tiempo, porque Jesús fue crucificado el viernes, y el sábado, el día de reposo, empezaba a la puesta del Sol. Por eso las mujeres no tuvieron tiempo más que para ver dónde enterraba José el cuerpo de Jesús, e irse a casa a preparar los perfumes y ungüentos para embalsamarlo cuando pasara el descanso del sábado, porque habría sido ilegal hacerlo antes.
José de Arimatea es una figura de gran interés.
(i) Cuenta la leyenda que el año 61 d.C. Felipe le envió a Gran Bretaña, y llegó a Glastonbury. Llevaba el cáliz que se había usado en la última Cena, que contenía parte de la sangre de Cristo. Ese era el «Santo Grial» que los legendarios caballeros del rey Arturo querían encontrar. Cuando José llegó a Glastonbury, se dice que pinchó su bordón en la tierra para descansar apoyado en él, y reverdeció formando un árbol que florece en Navidad. El espino de san José sigue floreciendo en Glastonbury, y todavía se siguen mandando esquejes a todo el mundo. Allí en Glastonbury se construyó la primera iglesia de Inglaterra, que la leyenda conecta con san José de Arimatea y que sigue siendo un lugar de peregrinación.
(ii) José de Arimatea es, en cierto sentido, una figura trágica. Es el hombre que le prestó su tumba a Jesús. Era miembro del Sanedrín; se nos dice que no estuvo de acuerdo con la sentencia y la acción de aquel tribunal, pero no se nos dice que lo expresara así. Tal vez guardó silencio, o tal vez se ausentó cuando comprendió que era inútil evitar aquel curso de acción con el que no estaba de acuerdo. ¡Cómo habría ayudado a Jesús si, en aquella asamblea tenebrosa llena de crudo odio, alguien hubiera tomado la palabra para hablar en su favor! Pero es de suponer que José esperó hasta que Jesús estuvo muerto, y entonces le dio su tumba.
Es una de las tragedias de la vida que ofrecemos a los muertos las flores que habríamos podido darles en vida, y guardamos para el funeral o después las alabanzas o el agradecimiento que podríamos haberle expresado antes de morir. A menudo, muy a menudo, lamentamos no haber hablado a tiempo. Una palabra a los vivos vale más que una catarata de elogios a los muertos.
Así es que Jesús murió; y lo que quedaba por hacer había que hacerlo deprisa, porque el sábado estaba para empezar, y los sábados no se podía hacer ningún trabajo. Los discípulos de Jesús eran pobres, y no Le habrían podido dar un entierro digno; pero otros dos se hicieron cargo.
Uno era José de Arimatea. Siempre había sido discípulo de Jesús; era un hombre importante y miembro del sanedrín, y hasta entonces había mantenido secreto que era discípulo de Jesús por temor a las consecuencias. Y el otro era Nicodemo. La costumbre de los judíos era envolver los cadáveres en tela de lino y poner especias aromáticas entre los pliegues. Nicodemo trajo especias suficientes para el entierro de un rey. Así es que José de Arimatea le dio la tumba a Jesús, y Nicodemo Le dio la ropa y los perfumes que habrían de cubrirle en la tumba.
Aquí se armonizan la tragedia y la gloria.
(i) Hay tragedia. Tanto Nicodemo como José de Arimatea eran miembros del sanedrín, y eran también discípulos secretos de Jesús. O no estuvieron presentes en la reunión del sanedrín en la que juzgaron y condenaron a Jesús, o no intervinieron en ella, por lo que nosotros sabemos. ¡Qué diferente habría sido para Jesús el que, entre aquellas voces intimidadoras y condenatorias, hubiera sonado alguna en Su defensa! ¡Qué diferencia si hubiera visto lealtad en un rostro, entre tantos hostiles y envenenados! Pero José y Nicodemo estaban atemorizados. Todos dejamos muchas veces los tributos para cuando se ha muerto la persona. ¡Cuánto más grande habría sido la lealtad en vida que una tumba y un sudario dignos de un rey! Una florecilla en vida vale más que todas las coronas de flores después de muerta la persona; una palabra de afecto o de aprecio o de agradecimiento en vida vale más que todos los panegíricos del mundo cuando la vida ha terminado.
(ii) Pero aquí hay también gloria. La muerte de Jesús había hecho por José y Nicodemo lo que no había hecho toda Su vida. En cuanto murió Jesús en la Cruz, José olvidó sus temores y fue a dar la cara ante el gobernador romano para pedirle Su cuerpo. En cuanto murió Jesús en la Cruz, allí estaba Nicodemo para llevarle un tributo que todos podían ver. La cobardía, la vacilación, la prudente reserva se habían acabado. Los que habían tenido miedo cuando Jesús estaba vivo, se declararon por Él de una manera que todos podían ver tan pronto como murió. No hacía ni una hora que había muerto cuando empezó a cumplirse Su profecía: «En cuanto a Mí, cuando sea levantado de la tierra atraeré a Mí a toda la humanidad» (Juan 12:32). Puede que la ausencia o el silencio de Nicodemo y José en el sanedrín causaran dolor a Jesús; pero seguro que cómo se desembarazaron de sus temores después de la Cruz Le alegró el corazón al comprobar que el poder de la Cruz había empezado a obrar maravillas y ya estaba atrayendo a las personas hacia Él. El poder de la Cruz ya entonces estaba transformando a los cobardes en héroes y a los vacilantes en personas que se decidían irrevocablemente por Cristo.