Lo mismo tenían los griegos y los romanos. Y Sócrates nos relata que el rey Nicocles aconsejaba a sus oficiales: «No hagáis a otros lo que os irrita cuando lo experimentáis a manos de otras personas.» Epicteto condenaba la esclavitud sobre el principio siguiente: «Lo que vosotros evitáis padecer, no tratéis de infligírselo a otros.» Los estoicos tenían como una de sus máximas básicas: «Lo que no quieres que se te haga, no se lo hagas a otro.» Y se dice que el emperador Alejandro Severo tenía esa frase tallada en las paredes de su palacio para no olvidarla nunca como regla de vida.
En su forma negativa, ésta regla es de hecho la base de toda enseñanza ética, pero nadie más que Jesús la puso nunca en su forma positiva. Muchas voces habían dicho: « No hagas a otros lo que no quieres que te hagan a ti.» Pero no se había oído decir nunca: «Todo lo que queráis que los demás hagan por vosotros, hacedlo vosotros por ellos.»
La regla de oro de Jesús
Veamos hasta qué punto la forma positiva de la regla de oro difiere de la forma negativa; y veamos cuánto más demanda Jesús que ningún otro maestro. Cuando esta regla se pone en su forma negativa, cuando se nos dice que debemos resistirnos a hacer a los demás lo que no querríamos que nos hicieran a nosotros, ésta no es una regla esencialmente religiosa. Es sencillamente una formulación de sentido común sin la cual no sería posible ningún trato social en absoluto. Sir Thomas Browne dijo una vez: «Siempre que nos encontramos con una persona, esperamos que no nos mate.» En cierto sentido, eso es cierto; pero, si no pudiéramos dar por sentado que la conducta y el comportamiento de otras personas hacia nosotros se ajustaría a las reglas aceptadas de la vida civilizada, entonces la vida resultaría insoportable.
La forma negativa de la Regla de Oro no es ningún extra en ningún sentido; es algo sin lo cual la vida no podría continuar.
Además, la forma negativa de la Regla no implica nada más que no hacer ciertas cosas; quiere decir abstenerse de ciertas acciones. Nunca es demasiado difícil no hacer ciertas cosas. Que no debemos hacer daño a otras personas no es un principio especialmente religioso; es más bien un principio legal. Es la clase de principio que podría muy bien cumplir una persona que no tuviera ninguna fe ni ningún interés en la religión. Una persona podría abstenerse siempre de causar ningún daño a ninguna otra persona, y serles sin embargo totalmente inútil a sus semejantes. Una persona podría cumplir la forma negativa de la Regla mediante la simple inacción; no haciendo nada que la quebrantara. Una bondad así sería la contradicción de todo lo que quiere decir la bondad cristiana.
Cuando se formula esta Regla en sentido positivo, cuando se nos dice que debemos actuar activamente con los demás como querríamos que ellos actuaran con nosotros, entra un nuevo principio en la vida y una nueva actitud hacia nuestros semejantes. Una cosa es decir: «No debo hacer daño a nadie; no debo hacerles lo que no me gustaría que me hicieran.» Eso, la ley nos podría obligar a cumplirlo. Pero es totalmente otra cosa el decir: «Debo dejar lo que esté haciendo para ayudar a otras personas y ser amable con ellos, como me gustaría que ellos hicieran y fueran conmigo.» Eso, sólo el amor nos puede obligar a hacerlo. La actitud que dice: «No debo hacerle daño a nadie,» es algo totalmente distinto de la actitud que dice: «Debo procurar por todos los medios ayudar a la gente.»
Para poner un ejemplo muy sencillo: Si uno tiene un coche, la ley le obliga a conducirlo de tal manera que no sea un peligro para los demás; pero no le puede obligar a llevar a un peatón cansado. Es bien simple abstenerse de hacer daño a otros; no es tan difícil respetar sus principios y sus sentimientos, y es mucho más difícil tener por norma voluntaria y constante el dejar lo nuestro para ser tan amables con los demás como querríamos que ellos lo fueran con nosotros.
Y sin embargo es precisamente esa nueva actitud la que hace que la vida sea hermosa. Jane Stoddart cita un incidente de la vida de W. H. Smith: «Cuando Smith estaba en el Ministerio de la Guerra, su secretario particular Mr. Fleetwood Wilson se dio cuenta de que al final del trabajo de una semana, cuando su jefe estaba preparándose para ir a Groenlandia el sábado por la tarde, solía hacer un paquete de los papeles que tenía que llevarse, para llevárselos en su viaje. Mr Wilson comentó que el señor Smith se podría ahorrar mucho trabajo si hiciera lo que tenían costumbre de hacer los otros ministros: dejar los papeles para que se los enviaran por vía diplomática. Pero el señor Smith pareció avergonzado por un momento; y luego, levantando la vista hacia su secretario, le dijo: «Bien, mi querido Wilson, el hecho es que el cartero que nos trae las cartas desde Henley lleva mucho peso. Yo me le quedé mirando una mañana, que se acercaba con todo lo mío además de su cartera de costumbre, y decidí ahorrárselo siempre que pudiera.» Un detalle así muestra bien a las claras una cierta actitud para con otras personas: la de creer que debemos tratarlas, no como la ley nos permite, sino como el amor nos demanda.
Es perfectamente posible para un hombre del mundo el observar la forma negativa de la Regla de Oro. Podría disciplinar su vida sin grandes dificultades para no hacer a los demás lo que no querría que le hicieran ellos; pero la única persona que puede tan siquiera empezar a observar la forma positiva de la Regla es la que tiene el amor de Cristo en su corazón. Tratará de perdonar, como quisiera que la perdonaran a ella; de ayudar, como querría que la ayudaran; de alabar, como querría que la alabaran; de comprender, como querría que la comprendieran. Nunca evitará el hacer lo que sea; estará siempre buscando cosas que hacer. Está claro que esto le complicará mucho la vida; que tendrá menos tiempo para hacer lo que le gusta y sus propias actividades, porque una y otra vez tendrá que dejar lo que esté haciendo para ayudar a otra persona. Este será el principio que domine su vida en casa, en el trabajo, en el autobús, en el mercado, en la calle, en el tren, en los juegos… en todas partes. No podrá hacerlo perfectamente hasta que se le seque y se le muera el yo dentro del corazón. Para obedecer este mandamiento uno tiene que llegar a ser una nueva criatura, con un nuevo centro en su vida; y si el mundo estuviera compuesto de personas que trataran de obedecer esta Regla, sería un mundo nuevo.