A las lecciones del maestro Bankéi acudían no sólo estudiantes del Zen sino también personas de toda escuela y estamento. Él nunca citaba los sutra ni se entregaba a disertaciones escolásticas, sino que sus palabras salían directamente de su corazón al corazón de sus oyentes.
Lo vasto de sus auditorios irritó a un sacerdote de la escuela Nichirén, porque los adherentes de ella habían desertado para oír hablar del Zen. El sacerdote, tan centrado en su propio yo, acudió al templo, decidido a sostener un debate con Bankéi.
— «¡Eh, maestro del Zen!», prorrumpió. «Espera un poco. Los que te respeten podrán hacer caso a lo que tú dices, pero un hombre como yo no te respeta. ¿Puedes lograr que te haga caso?»
— «Ven junto a mí y te mostraré.», dijo Bankéi
Orgullosamente, se abrió paso el sacerdote entre la multitud para acercarse al maestro. Bankéi sonrió.
— «Ven, ponte a mi izquierda.»
El sacerdote obedeció.
— «No», dijo Bankéi, «hablaremos mejor si tú estás a mi derecha.»
El sacerdote, orgullosamente, se pasó a la derecha.
— «Ya ves», observó Bankéi, «me estás haciendo caso, y pienso que eres una persona muy amable. Ahora, siéntate y escucha…»