Un joven pastor de una Iglesia de un pueblo del centro de la Isla de Puerto Rico, se quejaba amargamente con un predicador visitante, contándole acerca de la forma en que era tratado por su congregación. Y era tanta su queja que parecía no existir un sólo justo en la congregación que apreciara la labor que este realizaba. Luego de escucharle atentamente durante un rato y ya un tanto hastiado, el predicador le dijo:
— ¿Le han escupido en la cara alguna vez?
—No, hasta ese punto no han llegado.
—¿Le han azotado?
—Tampoco
—¿Le han coronado de espinas?
Ya esta última pregunta el hombre no la contestó. Y su visitante prosiguió:
—A su Señor y al mío lo trataron de esa manera, y sin embargo, «no abrió su boca».