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No juzgar a otros

No juzguen a otros, para que Dios no los juzgue a ustedes. No condenen a otros, y Dios no los condenará a ustedes. Perdonen, y Dios los perdonará. Pues Dios los juzgará a ustedes de la misma manera que ustedes juzguen a otros. Les dará en su bolsa una medida buena, apretada, sacudida y repleta y con la misma medida con que ustedes den a otros, Dios les dará a ustedes. Jesús les puso esta comparación: «¿Acaso puede un ciego servir de guía a otro ciego? ¿No caerán los dos en algún hoyo? Ningún discípulo es más que su maestro: cuando termine sus estudios llegará a ser como su maestro. ¿Por qué te pones a mirar la astilla que tiene tu hermano en el ojo, y no te fijas en el tronco que tú tienes en el tuyo? Y si tú tienes un tronco en tu propio ojo, ¿cómo puedes decirle a tu hermano: ‹Déjame sacarte la astilla que tienes en el ojo›? ¡Hipócrita!, saca primero el tronco de tu propio ojo, y así podrás ver bien para sacar la astilla que tiene tu hermano en el suyo. No den las cosas sagradas a los perros, no sea que se vuelvan contra ustedes y los hagan pedazos. Y no echen sus perlas a los cerdos, no sea que las pisoteen. Mateo 7:1-5; Lucas 6:37-42

Cuando Jesús hablaba así, como lo hizo tan frecuentemente en el Sermón del Monte, estaba usando palabras e ideas familiares en los pensamientos elevados de los judíos. Muchas veces los rabinos habían advertido del peligro de juzgar a los demás. «El que juzga a su prójimo favorablemente -decían- será juzgado favorablemente por Dios.» Establecían que había seis grandes buenas obras que le daban crédito a una persona en este mundo y provecho en el mundo venidero: el estudio, el visitar a los enfermos, la hospitalidad, la práctica de la oración, la educación de niños en la Ley, y el pensar siempre lo mejor de los demás. Los judíos sabían que la benevolencia en el juicio es, además de un gesto sumamente simpático, nada menos que un deber sagrado.

Uno habría creído que éste sería un mandamiento fácil de obedecer, porque la Historia está alfombrada de recuerdos de los más sorprendentes errores de juicio. Ha habido tantos que se habría podido pensar que esto sería una advertencia para no juzgar en absoluto.

Una y otra vez, hombres y mujeres que han llegado a ser famosos han sido tratados como nulidades. En su autobiografía, Gilbert Frankau cuenta que, en tiempos de la Reina Victoria, la casa de su madre tenía un salón donde se reunían las personas más brillantes. Su madre se encargaba de programar el entretenimiento de sus huéspedes. Una vez contrató a una joven soprano australiana. Después que cantó, la madre de Frankau dijo: « ¡Qué voz tan horrible! ¡Habría que ponerle un bozal para que no volviera a cantar más!» La joven soprano era Nellie Melba quien llegó a ser considerada una de las mejores sopranos del mundo y de todas las épocas.

El propio Gilbert Frankau estaba montando una comedia. Mandó buscar en una agencia teatral un joven actor que hiciera el papel principal. El joven fue sometido a una entrevista y a una prueba. Después, Gilbert Frankau le dijo por teléfono al agente: «Este hombre no vale para nada. No sabe actuar, y nunca podrá actuar, y lo mejor que puedes hacer es decirle que se busque otra profesión para no morirse de hambre. Por cierto, dime otra vez su nombre para que lo tache de mi lista.» El actor era Ronald Colman, que llegó a ser uno de los más famosos actores de cine de todos los tiempos.
Una y otra vez ha habido personas que han cometido los más flagrantes errores morales de juicio.

Collie Knox cuenta lo que les sucedió a él y a un amigo. Él había quedado malherido en un accidente aéreo mientras servía en las fuerzas aéreas británicas. Su amigo había recibido una condecoración en el palacio de Buckingham por su valor. Iban vestidos corrientemente y estaban comiendo juntos en un famoso restaurante de Londres, cuando llegó una chica y le dio a cada uno una pluma blanca -el emblema de la cobardía.

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