Paul Tournier, en El Diario de un Médico, cita un ejemplo precisamente de eso: «Había, por ejemplo, una chica a la que uno de mis amigos llevaba varios meses tratando de anenlia, sin mucho éxito. En última instancia, mi colega decidió enviársela al inspector médico del distrito en que ella trabajaba, para obtener su permiso para enviarla a un sanatorio en las montañas. Al cabo de una semana la paciente trajo la respuesta del inspector. Éste demostró ser una buena persona y concedió el permiso, pero añadió: «Por el análisis de sangre, sin embargo, no llego a nada que se le parezca a las cifras que usted cita.» Mi amigo, bastante perplejo, tomó enseguida una muestra de sangre y la llevó a toda prisa a su laboratorio. Era verdad que las cifras habían cambiado repentinamente. «Si yo no hubiera sido una de esas personas que siguen meticulosamente la rutina del laboratorio -prosigue la historia de mi amigoy si yo no hubiera comprobado el análisis de cada uno de mis pacientes antes de su visita, podría haber creído que había cometido un error.» Se volvió a la paciente y le preguntó: «¿Le ha sucedido algo fuera de lo ordinario desde su última visita?» «Sí, me ha sucedido algo -replicó ella-. De pronto he sido capaz de perdonar a alguien al que le tenía un rencor sucio; ¡y de pronto me he dado cuenta de que podía por fin decirle sí a la vida!»» Su actitud mental había cambiado, y con ella cambió también el mismo estado de su sangre. Se le había curado la mente, y su cuerpo llevaba camino de alcanzar una curación total.
Este hombre de la historia evangélica sabía que era pecador; porque era pecador, estaba seguro de que Dios era su enemigo; porque creía que Dios era su enemigo, estaba paralítico. Una vez que Jesús le trajo el perdón de Dios supo que Dios ya no era su enemigo, sino su amigo, y por tanto se curó.
Pero fue la manera como se efectuó la cura lo que escandalizó a los escribas. Jesús se había atrevido a perdonar pecado; eso era prerrogativa exclusiva de Dios; por tanto, Jesús había insultado a Dios. Jesús no se puso a discutir. Trató la cuestión con ellos en su propio terreno. «¿Cuál de las dos cosas es más fácil decir -les preguntó-: «Tus pecados te son perdonados,» o decir: «Levántate y sal andando»?» Ahora bien; recordemos qué estos escribas no creían que nadie pudiera levantarse y echar a andar a menos que se le perdonarán sus pecados. Si Jesús podía hacer que este hombre se levantará y anduviera, entonces eso era la prueba incontestable de quo los pecados del hombre estaban perdonados, y de que el derecho de Jesús a perdonar pecados era legítimo. Así que Jesús demostró que era capaz de traer el perdón al alma de una persona y la salud a su cuerpo. Y sigue siendo eternamente verdad qué no podemos estar como es debido físicamente hasta que lo estemos espiritualmente, que la salud del cuerpo y la paz con Dios van de la mano.
EL HOMBRE QUE TODOS ODIABAN
Mateo 9:9
Cuando Jesús se marchó de allí, vio a un hombre que se llamaba Mateo, que estaba sentado a la mesa dé cobro de los impuestos. Y Jesús le dijo:
-¡Sígueme!
Y él se levantó, y empezó a seguir a Jesús.
No se puede pensar en nadie que fuera menos «apostolable» que Mateo. Era lo que se llama tradicionalmente un publicano; los publican¡ eran los cobradores de impuestos, y se los llamaba así porque manejaban dinero y fondos públicos.
El imperio romano tenía el problema de diseñar un sistema de cobro de impuestos lo más barato y eficaz posible. Lo consiguió subastando el derecho a cobrar impuestos en cada zona. El que .compraba ese derecho se comprometía a entregarle al gobierno romano una cierta cantidad; todo lo que cobrara de más era su comisión.
Está claro que este sistema se prestaba a graves abusos. La gente no sabía realmente cuánto tenía que pagar en aquel tiempo en que no había periódicos ni radio ni televisión, ni tenía derecho a. apelar en contra del publicano. El resultado era que muchos publicanos se enriquecían abusando ilegalmente de sus derechos. El sistema había dado lugar a tantos abusos que ya se había cambiado en Palestina antes del tiempo de Jesús; pero había que seguir pagando impuestos, y seguían los abusos.
Había tres impuestos: legales. Estaba el impuesto sobre la tierra, que obligaba al pago de una décima parte de los cereales y un quinto de las frutas y vino al gobernador, en dinero o en especie. Estaba el impuesto sobre la renta, que era del uno por ciento de los ingresos. Estaba el impuesto personal, que tenía que pagar todo varón desde los 14 hasta los 65 años de edad, y las hembras desde 12 hasta 65. Esos eran impuestos estatutarios que no podían usar fácilmente los publicanos para hacerse ricos.