Mateo 8: La Muerte en vida

(ii) Jesús envió al- leproso a los sacerdotes para que hiciera la ofrenda prescrita y recibiera el certificado de que estaba limpio. Los judíos le tenían tanto terror a la infección de la que había un ritual prescrito para el caso sumamente improbable de una cura.

El ritual se describe en Levítico 14. El leproso tenía que ser examinado por un sacerdote. Había que llevar dos avecillas, y matar una sobre agua corriente. Además había que llevar cedro, escarlata e hisopo. Estas cosas se llevaban, juntamente con la avecilla viva, se untaban con la sangre de la muerta, y entonces se dejaba libre a la viva. El hombre lavaba su cuerpo y su Topa y se afeitaba. Se dejaban pasar siete días, y se le examinaba otra vez. Entonces tenía que afeitarse el pelo de la cabeza y de las cejas. Entonces se hacían ciertos sacrificios que consistían en dos corderos sin defecto y una cordera; tres décimas de un efa de flor de harina mezclada con aceite, y un log de aceite. Se tocaba al leproso restaurado con la sangre y el aceite el lóbulo de la oreja derecha, el pulgar de la mano derecha y del pie derecho. Por último le examinaban por última vez y, si se confirmaba la curación, se le permitía volver a la vida normal con un certificado de que era limpio.

Jesús le dijo a este hombre que pasara todo ese proceso. Aquí hay dirección. Jesús le estaba diciendo a ese hombre que no se inhibiera de las disposiciones que había a su disposición en aquellos días. No seremos beneficiarios de milagros si despreciamos el tratamiento médico y científico que está a nuestro alcance.

Debemos hacer todo lo que nos es humanamente posible antes de que el poder de Dios pueda cooperar con nuestros esfuerzos. Un milagro no viene cuando esperamos inactivos a que Dios lo haga todo, sino en respuesta a la colaboración de un esfuerzo lleno de fe por parte del hombre con la ilimitada gracia de Dios.

EL RUEGO DE UN HOMBRE BUENO

Mateo 8:5-13

Cuando llegó Jesús a Cafarnaum, se Le acercó un centurión y se puso a rogarle:

-Señor, mi siervo está acostado en casa, sin poder moverse y sufriendo terriblemente.

-¿Quieres que vaya y le ponga bueno? -le dijo Jesús.

Señor -Le contestó el centurión-, no me merezco que entres en mi casa; pero sólo di la palabra, y mi siervo se curará. Porque yo también estoy acostumbrado a la disciplina, y tengo soldados a mis órdenes. Si le digo a un soldado: «¡Ve!, v va; y a otro: «¡Haz esto!,» y lo hace.

Jesús se quedó alucinado cuando le oyó decir aquello, y les dijo a los que Le iban siguiendo:

-Os doy Mi palabra, que no he hallado una fe tan grande ni siquiera en Israel. Os aseguro que muchos de Oriente y de Occidente van a venir a sentarse a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el Reino del Cielo, pero a los hijos del Reino los van a echar a la oscuridad de fuera. Allí será el lloro y el rechinar de dientes.

Y a continuación le dijo al centurión:

-Vete, y que se te cumpla lo que has creído.

Y su criado se puso bueno en aquel mismo momento.

Aun en la breve aparición que hace en la escena de la historia del Nuevo Testamento, este centurión es uno de los personajes más atractivos de los evangelios. Los centuriones eran la espina dorsal del ejército romano. En una legión había 6.000 soldados; la legión se dividía en 60 centurias, cada una con 100 soldados al mando de un centurión. Estos centuriones eran los militares regulares profesionales del ejército romano. Eran responsables de la disciplina del regimiento, y eran el cemento que mantenía unido al ejército. Tanto en tiempo de paz como de guerra, la moral del ejército romano dependía de ellos. Polibio presenta en su descripción del ejército romano cómo debía ser un centurión: «No deben ser tanto aventureros en busca del peligro como hombres que saben mandar, firmes en la acción y de confianza; no deben estar demasiado deseosos de entrar en batalla, pero cuando se ven .obligados deben estar dispuestos a defender su terreno y a morir en sus puestos.» Los centuriones eran los hombres selectos del ejército romano.

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