En cierto sentido ésta era una escena muy corriente en el Mar de Galilea. El Mar de Galilea es pequeño; no tiene más que 20 kilómetros de Norte a Sur y 12 de Este a Oeste por lar más ancho. El valle del Jordán ocupa una profunda falla de la superficie de la Tierra, y el Mar de Galilea es parte de esa falla. Está a 210 metros por debajo del nivel del Mediterráneo. Eso hace que su clima sea templado y benigno, pero también crea peligros. Al Oeste hay colinas con valles y barrancos; y cuando sopla el viento frío del Oeste, estos valles y torrenteras actúan como soplillos gigantescos. El viento parece que se comprime en ellos, y se precipita sobre el lago con una violencia salvaje y con una rapidez alucinante, de manera que la calma de un momento se convierte en un instante en una tormenta rugiente. Las tormentas del Mar de Galilea se producen repentina y violentamente de una manera totalmente imprevisible y única.
W. M. Thomson, en La Tierra y el Libro, describe su experiencia a orillas del Mar de Galilea:
En la ocasión a la que me estoy refiriendo, pusimos a continuación las tiendas a la orilla, y pasamos tres días y tres noches expuestos a este viento tremendo. Teníamos que poner dos clavos a todas las cuerdas de la tienda, y a menudo teníamos que colgarnos con todo nuestro peso para que toda la tienda con tantas sacudidas no saliera volando por la fuerza del viento… Todo el lago, como hemos dicho, estaba como azotado furiosamente; las olas rodaban repetidamente hasta la puerta de nuestra tienda, sacudiendo las cuerdas con tal violencia que sacaban los clavos del suelo. Y además, estos vientos no son solamente violentos, sino que bajan repentinamente, y frecuentemente cuando el cielo está perfectamente claro. Yo fui una vez a bañarme cerca de los baños calientes y, antes de que pudiera darme cuenta, el viento llegó rugiendo por los acantilados con tal fuerza que tuve grandes dificultades para alcanzar la orilla.
El doctor W. M. Christie, que pasó muchos años en Galilea, dice que en estas tempestades los vientos parecen soplar en todas direcciones al mismo tiempo, porque se precipitan por los estrechos pasos de las colinas y golpean el agua en ángulo. Nos cuenta de una ocasión:
Una compañía de turistas estaba de pie a la orilla en Tiberíades y, notando la superficie cristalina del agua y el reducido tamaño del lago, expresaron dudas sobre la posibilidad de tormentas tales como las que se describen en los evangelios. Casi inmediatamente, se levantó el viento. En veinte minutos, el mar estaba blanco de la espuma que encrespaba las olas. Grandes oleadas se quebraban contra las torres a las esquinas de los muros de la ciudad, y los turistas no tuvieron más remedio que buscar refugio de las rociadas cegadoras del agua, aunque estaban ya a doscientos metros de la orilla.
En menos de media hora, el plácido solecito se había convertido en una ronca tempestad.
Eso fue lo que sucedió aquí. La tormenta se llama seismós, que es la palabra para terremoto. Las olas alcanzaban tal altura que la barca quedaba oculta (kalyptesthai) entre las olas, porque la cresta de las olas se remontaba por encima de ella. Jesús estaba dormido. (Si leemos el relato de Mar_4:1-35 , vemos que, antes de iniciar la travesía Jesús había usado la barca como púlpito para dirigirse a la gente; y, sin duda, estaba agotado). En un instante de terror, los discípulos le despertaron, y la tormenta se convirtió en calma.
CALMA EN MEDIO DE LA TEMPESTAD
En este relato hay mucho más que la calma que siguió a la tempestad en la Marcos Supongamos que Jesús calmó literal y físicamente aquella rugiente tempestad en el Mar de Galilea hacia el año 28 de nuestra era; eso sería, sin duda, una hazaña maravillosa, pero no tendría mucho que ver con nosotros. Sería la historia de una maravilla aislada, que no sería pertinente para nosotros en el siglo XX. Si eso es todo lo que quiere decir esta historia, podríamos preguntar: «¿Por qué no lo hace Jesús ahora? ¿Por qué permite que los que Le aman en este tiempo se hundan en el rugiente mar sin intervenir para salvarlos?» Si no vemos en esta historia nada más que el relato de algo que hizo Jesús hace veinte siglos, no sólo no resuelve ningún problema, sino que los produce aún mayores y de los que quebrantan el corazón.
Pero el sentido de esta historia es mucho mayor que eso. No se limita a decirnos que Jesús calmó una tempestad en Galilea, sino nos dice que dondequiera está Jesús, se calman las tormentas de la vida. Quiere decir que, en la presencia de Jesús, las más terribles tempestades se convierten en paz.
Cuando sopla el frío y crudo viento del dolor,-hay calma y consuelo en la presencia de Jesucristo. Cuando ruge la ráfaga ardiente de la pasión, hay paz y seguridad en la presencia de Jesucristo. Cuando las tormentas de la duda tratan de desarraigar los fundamentos mismos de la fe, hay una estable seguridad en la presencia de Jesucristo. En todas las tormentas que sacuden el corazón humano hay paz con Jesucristo.