Mateo 6: Lo correcto por un motivo erróneo

LUGAR DE LAS POSESIONES MATERIALES

Este dicho de Jesús nos obliga a plantearnos el lugar que deben ocupar en nuestra vida las posesiones materiales. La enseñanza de Jesús descansa sobre tres grandes principios.

(i) En último análisis, todas las cosas pertenecen a Dios. La Escritura lo deja bien claro. « Del Señor es la Tierra y todo lo que hay en ella; el mundo, y todos los que lo habitan» (Psa_24:1 ). «Porque Mías son todas las bestias del bosque, y el ganado de un millar de collados… Si Yo tuviera hambre, no te lo diría a ti, porque el mundo y todos los seres que habitan en él son Míos» (Psa_50:10; Psa_50:12 ).

En las parábolas de Jesús, es el amo el que les confía sus talentos a sus siervos (Mat_25:15 ), y el propietario el que les confía su viña a sus campesinos (Mat_21:33 ). Este principio tiene consecuencias incalculables. Las personas pueden comprar y vender cosas; hasta cierto punto pueden cambiarlas y organizarlas, pero no crearlas. El propietario indiscutible de todas las cosas es Dios. No hay nada en el mundo que uno pueda decir: «Esto es mío,» sino solamente: «Esto pertenece a Dios, Que me permite usarlo.»

De aquí surge un gran principio de la vida. No hay nada en el mundo de lo que nadie pueda decir: «Esto es mío, y hago con ello lo que me da la gana.» Por el contrario, lo que debe decir es: «Esto es de Dios, y debo usarlo como quiere su Propietario.» Se cuenta de una niña de la ciudad a la que llevó su maestra un día al campo. No había visto nunca tantas flores juntas. Se volvió a su maestra, y le dijo: «¿Cree usted que a Dios Le molestará que coja algunas de Sus flores?» Esa es la actitud correcta con la vida y todo lo que hay en el mundo.

(ii) El segundo principio básico es que las personas son siempre más importantes que las cosas. Si se adquieres las posesiones, si se amasa el capital, si se acumula la riqueza a costa de tratar a las personas como cosas, entonces todas esas riquezas son malas. Siempre y cuando se olvide ese principio, o no se tenga en cuenta, o se viole, se producirá irremisiblemente un desastre a gran escala.

En muchos países industrializados, en el día de hoy estamos sufriendo en el mundo de las relaciones industriales las consecuencias de haber tratado a las personas como cosas en los días de la revolución industrial. Sir Arthur Bryant cuenta en su English Saga algunas de las cosas que sucedían entonces. Se empleaban niños de siete y ocho años -y hasta hay un caso de uno de tres años- para trabajar en las minas. Algunos de ellos arrastraban carretillas por aquellas galerías andando a gatas; otros bombeaban el agua metidos en ella hasta las rodillas doce horas al día; otros, a los que llamaban «los tramperos,» abrían y cerraban las puertas para la ventilación, encerrados en cámaras hasta dieciséis horas al día. En 1815 los niños trabajaban en los molinos desde las 5 de la mañana hasta las 8 de la noche sin ni siquiera medio día libre los sábados, y con nada más que media hora para el desayuno y otra media para la comida. En 1833 había 84,000 niños menores de 14 años en las fábricas. Hasta se conoce el caso de niños que ya no se necesitaban, que los echaban a la deriva. Los empresarios objetaban a la expresión «echar a la deriva,» y decían que los niños habían sido puestos en libertad. Reconocían que los niños lo podían tener crudo. «Tendrían que intentar sobrevivir pidiendo limosna o algo así.» En 1842, a los tejedores de Bumley les pagaban siete peniques y medio al día, y a los mineros de Staffordshire dos chelines y medio. Hubo algunos que reconocieron la locura criminal de aquella sociedad. Carlyle tronaba: «Si la industria del algodón está fundada sobre los cuerpos de niños escuálidos, debe desaparecer; si el diablo se apodera de tus fábricas de algodón, ciérralas.» Se pretendía que la mano de obra barata era necesaria para mantener los precios bajos. Coleridge contestaba: «Habláis de hacer este artículo más barato reduciendo su precio en el mercado de 8 peniques a 6. Pero daos cuenta de que al hacerlo habéis debilitado a vuestro país frente a los enemigos extranjeros; daos cuenta de que habéis desmoralizado a miles de vuestros compatriotas, y habéis sembrado el descontento entre una y otra clases de la sociedad. Vuestro artículo sale intolerablemente caro por lo que yo veo.»

Es indudable que las cosas han cambiado considerablemente desde entonces; pero hay tal cosa como la memoria de la raza. En lo hondo de la memoria inconsciente de la gente quedó grabada indeleblemente la impresión de aquellos días. Siempre que se trata a las personas como cosas, como máquinas, como instrumentos de producción y de enriquecimiento de los que los emplean, el desastre será la consecuencia de esa situación tan naturalmente como al día sigue la noche. Una nación solo olvida a su riesgo el hecho fundamental de que las personas son siempre más importantes que las cosas.

(iii) El tercer principio es que la riqueza material es siempre un bien subordinado. La Biblia no dice que «el dinero es la causa de todos los males;» pero sí dice que «el amor al dinero es la raíz de todos los males» (1 Timoteo_6:10 ). Es muy posible encontrar en las cosas materiales lo que ha llamado alguien «una salvación rival.» Una persona puede que crea que, porque es rica, puede comprarlo todo, y salir airosa de cualquier situación. La riqueza se puede convertir en su vara de medir; puede llegar a ser un único deseo, la única arma para enfrentarse con la vida. Si se desean los bienes materiales para tener una independencia honrosa, para ayudar a la familia y hacer algo por los semejantes, eso está bien; pero si se desean simplemente para amontonar placeres, y para multiplicar el lujo; si la riqueza se ha convertido en el fin principal del hombre, por y para lo que uno vive, ha dejado de ser un bien subordinado, y ha usurpado el lugar que sólo Dios debe ocupar en la vida.

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