Entonces llegaron los griegos. En el sentido militar e imperial, Roma conquistó a Grecia; pero en el sentido moral y social, Grecia conquistó a Roma. Para el siglo II a.C., la moralidad griega había empezado a infiltrarse en Roma, y el declive fue catastrófico. El divorcio llegó a ser tan comente como el matrimonio. Séneca habla de mujeres que se casaban para divorciarse, y que se divorciaban para casarse. Dice que había mujeres que contaban los años, no por los nombres de los cónsules, sino por los de sus maridos. Juvenal escribe: «¿Le basta con un marido a Iberina? ¡Antes la convencerías que se conformara con no tener más que un ojo!» Cita el caso de una mujer que tuvo ocho maridos en cinco años. Marcial cita el caso de una mujer que había tenido diez maridos.
Un orador romano, Metillus Numidicus, dio una conferencia extraordinaria: « Si se pudiera amar sin tener esposa, romanos, nos libraríamos de los problemas; pero, como es la ley de la naturaleza que no se pueda vivir tranquilo con ellas ni sin ellas, debemos responsabilizarnos de la continuidad de la raza más bien que de nuestra propia tranquilidad.» El matrimonio había llegado a ser una necesidad desagradable. Había un chiste romano cínico: « El matrimonio no nos da nada más que dos días buenos: el día que el marido la estrecha por primera vez contra su pecho, y el día que la coloca en la tumba.»
Hasta tal punto llegaron las cosas que fue necesario subirles los impuestos a los solteros y prohibirles hacerse cargo de herencias. Se concedían privilegios especiales a los que tuvieran hijos -porque los hijos se consideraban una desgracia. Hasta se manipulaban las mismas leyes para intentar rescatar la institución necesaria del matrimonio.
Ahí estaba la tragedia romana, lo que llamaba Lecky « la eclosión de una depravación ingobernable y casi frenética que siguió al contacto con Grecia.» De nuevo nos resulta fácil ver con qué alucinación tiene que haber oído el mundo antiguo las exigencias de la castidad cristiana. Dejaremos la presentación del ideal cristiano del matrimonio para cuando lleguemos a Mateo 19: 3-9. De momento baste notar que con el Cristianismo había venido al mundo un ideal de castidad con el que la humanidad no había ni soñado.
LA PALABRA ES UNA PRENDA
Además habéis oído que se les dijo a los de la antigiiedad: «No hagas un juramento en falso, sino cumple tus juramentos al Señor.» Pero Yo os digo: No juréis nunca, ni por el Cielo porque es el Trono de Dios- , ni por la Tierra porque es el estrado de Sus pies- , ni por Jerusalén porque es la ciudad del Gran Rey- , ni por tu cabeza – ¡porque no puedes hacer ni que un pelo tuyo sea negro o blanco! Cuando dices Sí, que sea sí; y cuando dices No, que sea no. Todo lo que se le añada a eso tiene su raíz en el mal.
Una de las cosas que nos extrañan en el Sermón del Monte es el número de ocasiones en que Jesús les recuerda a los judíos cosas que ya sabían. Sus maestros ya les habían insistido en la obligación suprema de decir la verdad. « El mundo se mantiene en pie sobre tres cosas: la justicia, la verdad y la paz.» «Cuatro tipos de personas son excluidas de la presencia de Dios: el burlón, el hipócrita, el mentiroso y el divulgador de calumnias.» « El que ha dado su palabra y luego cambia es tan malo como el idólatra.» La escuela de Sammay estaba tan casada con la verdad que prohibía los cumplimientos -«cumplo y miento», que decía don Juan Fliedner de la sociedad; como, por ejemplo, el decirle a la novia que estaba encantadora cuando la verdad era que estaba corriente, si acaso. Los maestros judíos insistían todavía más en la verdad si se había reforzado con un juramento. Este principio se establece repetidamente en el Nuevo Testamento. El mandamiento decía: «No pronunciarás el nombre del Señor tu Dios en vano; porque el Señor no dará por inocente al que pronuncie Su nombre en vano» (Éxodo 20:7). Ese mandamiento no se refiere exclusiva ni necesariamente a las blasfemias, sino a jurar que una cosa es verdad cuando no lo es, o cuando se hace algún juramento en falso. (Jurar es < Afirmar o negar una cosa, poniendo por testigo a Dios, o en sí mismo o en sus criaturas», según el primer sentido que recoge el D.R.A.E.). «Cuando alguien haga un voto al Señor, o haga un juramento ligando su alma con alguna obligación, no quebrantará su palabra; hará conforme a todo lo que salió de su boca» (Números 30:2). «Cuando hagas voto al Señor tu Dios, no tardes en pagarlo, porque ciertamente te lo demandará el Señor tu Dios, y cargarías con un pecado» (Deuteronomio 23:21).
Pero en tiempos de Jesús había dos cosas reprobables sobre los juramentos.
La primera era lo que podríamos llamar los juramentos frívolos, el tomar o hacer juramento cuando no era necesario ni adecuado. Se había hecho muy corriente el empezar una aseveración diciendo: « ¡Por mi vida!», o « ¡Por mi cabeza!», o «¡Que no vea yo el consuelo de Israel si…!» Los rabinos establecían que el usar cualquier fórmula de juramento en una simple aserción era pecado.
«El sí de los justos es sí –y su no es no.»
Es necesario hacer aquí una seria advertencia, y más aún a los hispanohablantes. Demasiado a menudo se usa un lenguaje de lo más sagrado sin la menor necesidad ni sentido. Se pronuncian nombres sagrados sin el menor sentido ni relevancia. Los nombres sagrados deben reservarse para temas sagrados.
La segunda costumbre judía era, en cierto sentido, todavía peor. Se podrían llamar juramentos
evasivos. Los judíos dividían los juramentos en dos clases: los que eran absolutamente vinculantes, y los que no. Cualquier juramento que incluía el nombre de Dios era absolutamente vinculante; cualquier juramento que se las ingeniaba para evitar en nombre de Dios, no era vinculante. El resultado era que, si una persona juraba por el nombre de Dios en cualquier forma, estaría obligada a cumplir su juramento; pero, si hacía un juramento por el Cielo, o por la Tierra, o por Jerusalén, o por su cabeza, se sentía perfectamente libre para incumplirlo. En consecuencia, se hacían verdaderas virguerías en este arte de la evasión en los juramentos.
La idea detrás de todo esto era que, si se usaba el nombre de Dios, Dios era parte de la transacción; mientras que si no se Le nombraba, no tenía nada que ver con el asunto.
El principio que Jesús establece está muy claro. En efecto, lo que Jesús dice es que, lejos de tener que hacer a Dios parte en ningún asunto, no se Le puede excluir de ninguno. Dios está en todo. El Cielo es el trono de Dios; la Tierra es el estrado de Sus pies; Jerusalén es la ciudad de Dios; la cabeza de un hombre no le pertenece a él, sino a Dios; su vida pertenece a Dios; no hay nada en el mundo que no pertenezca a Dios; y, por tanto, el que se Le nombre con todas las letras o no, no es esencial; el hecho es que Dios está en todo.