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Mateo 5 El sermón del monte

El ejemplo sobresaliente de la manera errónea de tratar con tales pensamientos y deseos era el de los monjes y ermitaños que se iban al desierto en los primeros tiempos de la Iglesia. Eran hombres que querían liberarse de todas las cosas terrenales, y especialmente de los deseos sensuales. Para ello se retiraban al desierto de Egipto con el propósito de vivir aisladamente y no pensar nada más que en Dios. El más famoso de ellos fue san Antonio. Vivía como un ermitaño; ayunaba; se privaba del sueño; torturaba su cuerpo. Así vivió treinta y cinco años en el desierto que fueron una batalla sin descanso ni tregua con las tentaciones. Leemos en su biografía: « En primer lugar, el diablo trató de apartarle de la disciplina, susurrándole el recuerdo de sus riquezas, los cuidados de su hermana, los derechos de su familia, el amor al dinero y a la gloria, los diversos placeres de la mesa y las demás relajaciones de la vida; y, por último, la dificultad de la virtud y sus trabajos… El uno sugería pensamientos inmundos, y el otro respondía con oraciones; el uno le incitaba con la lujuria, y el otro, como pareciendo ruborizarse, fortalecía su cuerpo con oraciones, fe y ayunos. El diablo, hasta una noche se presentó en forma de mujer, e imitó todas sus tretas sencillamente para seducir a Antonio.» Así prosiguió la lucha durante treinta y cinco años. El hecho es que, si alguien se buscaba problemas, ese era Antonio, y sus amigos igual.

Es la inevitable ley de la naturaleza humana que, cuanto más dice uno que no va a pensar el algo, tanto más ese algo está presente en sus pensamientos. No hay más que dos maneras de derrotar los pensamientos prohibidos. La primera es la acción cristiana. La mejor manera de derrotar tales pensamientos es hacer algo, llenarse la vida hasta tal punto de trabajos y servicios cristianos que no nos quede tiempo para esos pensamientos; pensar tanto en los demás que acabemos por no pensar tanto en nosotros mismos; desembarazarnos de una introspección enfermiza y morbosa concentrándonos, no en nosotros mismos, sino en los demás. La cura real de los malos pensamientos no se consigue nada más que consagrándose a las buenas acciones. La segunda es llenar la mente de buenos pensamientos. Hay una escena famosa en el Peter Pan de Barrie.

Peter está en el dormitorio de los niños, que le han visto volar, y quieren volar ellos también. Han probado desde el suelo, y desde las camas, con un resultado nulo. «¿Cómo lo haces tú?», le preguntó John. Y Peter le contestó: «No tienes más que pensar cosas bonitas, pensamientos maravillosos, y ellos te levantan por los aires.» La única manera de vencer los malos pensamientos es ponernos a pensar en otra cosa. Si uno está asediado por pensamientos de cosas sucias y prohibidas, puede estar seguro de que nunca los vencerá retirándose de la vida y diciéndose: « Ya no voy a pensar más en esas cosas.» Lo conseguirá solamente sumergiéndose en la acción cristiana y en el pensamiento cristiano. Nunca lo conseguirá tratando de salvar su propia vida; sólo dedicándola, -dándola- por otros.

EL VINCULO QUE NO SE DEBE ROMPER

El matrimonio entre los judíos Mateo 5:31-32 También se dijo: «El que se divorcie de su mujer, que le dé un certificado de divorcio.» Pero Yo os digo que el que se divorcia de su mujer por algo que no sea la fornicación, la obliga a cometer adulterio; y el que se casa con una mujer divorciada, comete adulterio. Cuando Jesús estableció esta ley para el matrimonio, lo hizo en el trasfondo de una situación determinada. No había habido ninguna época de la historia antigua en la que el vínculo matrimonial hubiera estado en mayor peligro de destrucción que en los días en que llegó al mundo el Cristianismo. En aquel tiempo el mundo estaba en peligro de ser testigo de la casi total desaparición del matrimonio y del colapso del hogar. El Cristianismo tuvo históricamente un doble trasfondo. Tenía el trasfondo del mundo judío, y el del mundo grecorromano. Consideremos la enseñanza de Jesús sobre el fondo de esas dos culturas. En teoría, no ha habido nación que tuviera un concepto más elevado del matrimonio que la nación hebrea. El matrimonio era un deber sagrado que había de asumir todo varón. Podía diferirlo o abstenerse de él solamente por una razón: para dedicarle todo su tiempo al estudio de la Ley. Si uno se negaba a casarse y engendrar hijos se decía que había quebrantado el mandamiento positivo de dar fruto y multiplicarse, y que «había reducido la imagen de Dios en el mundo» y «matado su posteridad.»

En principio, los judíos aborrecían el divorcio. La voz de Dios había dicho: « Yo aborrezco el divorcio» (Malaquías 2:16). Los rabinos tenían dichos preciosos. «Encontramos que Dios es longánimo con todos los pecados excepto con el de la falta de castidad.» «La falta de castidad hace partir a la gloria de Dios.» «Cualquier judío debe dar la vida antes que cometer idolatría, asesinato o adulterio.» « El mismo altar derrama lágrimas cuando un hombre se divorcia de la esposa de su juventud.» Lo trágico era que la práctica se quedaba muy rezagada del ideal. Había algo que viciaba toda la relación matrimonial: una mujer era, a los ojos de la ley, una cosa. Estaba totalmente a disposición de su padre o de su marido. Virtualmente no tenía ningún derecho legal. No podía, en ningún caso, divorciarse de su marido por ningún motivo, mientras que el marido podía divorciarse de ella por cualquier razón. «Uno puede divorciarse de una mujer decía la ley rabínica- contando o no con la voluntad de ella; basta con la voluntad de él.»

El asunto se complicaba por el hecho de que la ley judía del divorcio se formulaba muy sencillamente, pero su significado era discutible. Se formulaba en Deuteronomio 24:1: «Cuando alguien toma una mujer y se casa con ella, si no le agrada por haber hallado en ella alguna cosa indecente, le escribirá carta de divorcio, se la entregará en la mano y la despedirá de su casa.» Este proceso de divorcio era extremadamente sencillo. El documento de divorcio decía sencillamente: Sea esto por mi parte tu escritura de divorcio y carta de despedida y acta de liberación, para que te puedas casar con quien quieras. Todo lo que tenía que hacer el marido era entregar ese papel a su mujer en presencia de dos testigos, y quedaba divorciada. Está claro que el punto álgido del asunto estaba en la interpretación de la frase alguna cosa indecente. En todos los asuntos de ley judía había dos escuelas. Estaba la escuela de Sammay, que era la más estricta, severa y austera; y estaba la escuela de Hil.lel, que era la escuela liberal, amplia y generosa. Sammay y su escuela definían alguna cosa indecente como falta de castidad y nada más. «Aunque una esposa sea tan zascandil como la mujer de Acab -decían-; que si no es por adulterio no se la puede divorciar.» Para la escuela de Sammay no había más base legal para el divorcio que el adulterio y la inmoralidad sexual. Por otra parte, la escuela de Hil.lel definía alguna cosa indecente de la manera más general.

Decían que quería decir que un hombre se podía divorciar de su esposa si le estropeaba la comida poniendo demasiada sal, o si aparecía en público con la cabeza descubierta, si hablaba con hombres en la calle, si era alborotadora, si hablaba sin el debido respeto de los padres de su marido en su presencia, si era metijona o pendenciera. El famoso rabí Aqibá dijo que la frase quería decir si no le resulta agradable, y que eso le daba derecho a un marido a divorciarse de su mujer si encontraba otra que le parecía más atractiva. Siendo como es la naturaleza humana, es fácil suponer cuál de las dos escuelas llegó a tener más influencia. En el tiempo de Jesucristo el divorcio se había ido haciendo cada vez más fácil hasta tal punto que las jóvenes no se querían casar, porque el matrimonio era inseguro. Cuando Jesús dijo esto no estaba hablando como idealista teórico, sino como reformador social práctico. Trataba de sanar una situación en la que la estructura de la vida familiar se estaba colapsando, y en la que la moralidad nacional se iba haciendo cada vez más laxa.

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