Pero hay que notar dos cosas muy importantes. La primera es que nunca se creyó que el sacrificio pudiera expiar un pecado deliberado, que los judíos llamaban « el pecado de una mano alta.» Si una persona cometía un pecado sin darse cuenta, o impulsado por un momento de pasión que quebrantaba su dominio propio, el sacrificio era efectivo; pero si uno cometía un pecado deliberada, desafiante, insensiblemente y con los ojos abiertos, entonces el sacrificio era impotente para expiar.
La segunda es que para ser efectivo, un sacrificio tenía que incluir la confesión del pecado y el verdadero arrepentimiento; y el verdadero arrepentimiento incluía el propósito de rectificar cualesquiera consecuencias hubiera tenido el pecado. El gran Día de la Expiación se celebraba para expiarlos pecados de toda la nación, pero los judíos sabían muy bien que ni siquiera los sacrificios del Día de la Expiación se le podían aplicar a nadie a menos que antes estuviera reconciliado con su prójimo. La interrupción de la relación entre el hombre y Dios no se podía subsanar a menos que se hubiera sanado la que había entre hombre y hombre. Si una persona estaba haciendo una ofrenda por el pecado, por ejemplo, para expiar un robo, la ofrenda se creía que era totalmente ineficaz hasta que se hubiera restaurado la cosa robada; y, si se descubría que la cosa robada no se había restaurado, entonces había que destruir el sacrificio como inmundo y quemarlo fuera del templo. Los judíos sabían muy bien que tenían que hacer todo lo posible para arreglar las cosas a nivel humano antes de poder estar en paz con Dios.
En cierto sentido, el sacrificio era sustitutivo. El símbolo de esto era que, cuando la victima estaba a punto de ser sacrificada, el adorador ponía sus manos sobre la cabeza del animal apretando bien hacia abajo, como para transferirle su propia culpa. Cuando lo hacía decía: «Te suplico, oh Dios; he pecado, he obrado perversamente, he sido rebelde; he cometido … (aquí el oferente especificaba sus pecados); pero vuelvo en penitencia, y sea esto mi cobertura.»
Para que un sacrificio fuera válido, la confesión y la restauración tenían que estar implicadas. El cuadro que Jesús está pintando es muy gráfico. El adorador, desde luego, no hacía su propio sacrificio; se lo traía al sacerdote, que era el que lo ofrecía en su nombre. Un adorador ha entrado en el templo; ha pasado por la serie de atrios: el Atrio de los Gentiles, el de las Mujeres, el de los Hombres. A continuación se encontraba el atrio de los sacerdotes, en el que no podían entrar los laicos. El adorador se queda a la verja, dispuesto a entregarle su victima al sacerdote; pone las manos sobre el animal para hacer su confesión; y entonces se acuerda de que ha roto con su hermano, del mal que le ha hecho; si su sacrificio ha de ser válido, debe volver y arreglar la ofensa y restaurar el daño, o no servirá de nada.
Jesús deja bien claro este hecho fundamental: No podemos estar en paz con Dios, a menos que lo estemos con nuestros semejantes; no podemos esperar el perdón a menos que hayamos confesado nuestro pecado, no sólo a Dios, sino también a los hombres, y a menos que hayamos hecho todo lo posible para evitar sus consecuencias prácticas. Algunas veces nos preguntamos por qué hay una barrera entre nosotros y Dios; a veces nos preguntamos por qué nuestras oraciones parece que no sirven para nada. La razón podría ser muy bien que somos nosotros los que hemos levantado esa barrera al estar desavenidos con nuestros semejantes, o porque hemos ofendido a alguno y no hemos hecho nada para rectificar.
HACER LAS PACES A TIEMPO
Llega a un acuerdo con tu adversario sin pérdida de tiempo mientras vayas de camino con él, no sea que tu adversario te entregue al juez, y el juez te entregue a la policía, y acabes en la cárcel; porque entonces fíjate bien lo que te digo- ya no saldrás de allí hasta que pagues hasta la última peseta.
Aquí Jesús está dando un consejo de lo más práctico; nos dice que arreglemos las cosas a tiempo, antes que se amontonen y causen aún más problemas en el futuro.
Jesús describe la escena de dos oponentes que van de camino hacia el tribunal; y les dice que aclaren y arreglen las cosas antes de llegar al tribunal; porque, si no lo hacen, y la ley sigue su curso, habrá todavía peores consecuencias por lo menos para uno de ellos en días sucesivos. La escena de los dos oponentes que van juntos de camino al tribunal nos parece muy extraña, y hasta más bien improbable. Pero en el mundo antiguo sucedía a menudo.
En la ley griega había un proceso de detención que se llamaba apagógué que quiere decir arresto sumarísimo. En él el demandante mismo arrestaba al ofensor.: Le cogía por el cuello de la ropa y se lo sujetaba de tal manera que, si se resistía, se podía estrangular a sí mismo. Ya se supone que los casos en que ese arresto era legal eran muy pocos y había que coger al malhechor con las manos en la masa.
Los crímenes por los que se podía arrestar sumariamente a una persona como se ha descrito eran el robo, el robo de ropa (los ladrones de ropa eran la maldición de los baños públicos en la antigua Grecia), robar carteras, asaltar casas y secuestrar (el secuestro de esclavos especialmente dotados y habilidosos era muy corriente). Además, se podía arrestar sumariamente a alguien cuando se le descubría ejerciendo los derechos de ciudadanía cuando se le había desposeído de ellos, o si volvía a su estado o ciudad de los que había sido exiliado. En vista de esta costumbre no era raro ver a un demandante y a un ofensor juntos de camino al tribunal en una ciudad griega.
Está claro que es mucho más probable que Jesús estuviera pensando en términos de la ley judía; pero esta situación no era ni mucho menos imposible bajo la ley judía. Este era obviamente un caso de deuda; porque, si no se hacían las paces, habría que pagar hasta la última peseta. Casos semejantes se saldaban en los tribunales locales de ancianos. Se les fijaba una fecha en que el demandante y el ofensor tenían que presentarse juntos; en cualquier pueblo y aldea sería probable que se encontraran de camino al tribunal. Cuando se declaraba culpable a una persona, se la entregaba al oficial de la corte. Mateo llama a éste el hyperétés; Lucas le llama, en su versión de este dicho, con el término más corriente praktór (Lucas 12:58s). El deber del oficial del tribunal era asegurarse de que la deuda se pagaba debidamente y, en caso contrario, tenía autoridad para meter en la cárcel al ofensor hasta que la pagara. Esta es la situación que Jesús estaba considerando. El consejo de Jesús puede querer decir una de dos cosas.
(i) Puede que sea una muestra del consejo más práctico. Una y otra vez confirma la experiencia de la vida que, si una pelea, o desavenencia, o disputa no se resuelve inmediatamente, puede seguir generando peores y peores dificultades con el tiempo. La amargura engendra amargura. Ha sucedido a menudo que una pelea entre dos personas se ha transmitido a sus familias, y la han heredado generaciones futuras, y ha acabado por dividir una iglesia o una sociedad en dos.