La motivación que tenían los escribas y los fariseos era la de la Ley; su única finalidad y deseo era satisfacer las demandas de la Ley. Ahora bien, al menos en teoría, es perfectamente posible satisfacer las demandas de la ley; en un sentido puede que llegue un tiempo en que uno diga: « He cumplido todas las demandas de la Ley; he cumplido mi deber; la Ley ya no tiene ningún derecho sobre mí.» Pero la motivación que tiene el cristiano es la del amor; el único deseo del cristiano es mostrar su maravillada gratitud por el amor con que Dios le ha amado en Jesucristo. Ahora bien: No es posible, ni siquiera en teoría, satisfacer las demandas del amor. Si amamos a alguien con todo nuestro corazón, estamos obligados a sentir que si le diéramos toda una vida de servicio y adoración, si le ofreciéramos el Sol y la Luna y las estrellas, todavía no habríamos ofrecido bastante.
Para el amor, todo el reino de la naturaleza sería una ofrenda demasiado pequeña, como dice un himno. Los judíos trataban de satisfacer la ley de Dios; y siempre hay un límite a las demandas de la ley.
El cristiano trata de mostrar su gratitud por el amor de Dios; y para las demandas del amor no hay límite, ni en el tiempo ni en la eternidad. Jesús nos presenta, no la Ley de Dios, sino el amor de Dios.
Hace mucho, Agustín decía que la vida cristiana se podía compendiar en una frase: «Ama, y haz lo que quieras.» Pero cuando nos damos cuenta de cómo nos ha amado Dios, nuestro único anhelo es responder a ese amor, y esa es la mayor tarea del mundo; porque nos presenta una tarea tal que el que piensa en términos de ley nunca soñó, y con una obligación más vinculante que la de ninguna ley.
LA NUEVA AUTORIDAD
Esta sección de las enseñanzas de Jesús es una de las más importantes del Nuevo Testamento. Antes de estudiarla en detalle hay ciertas cosas generales que debemos mencionar.
Jesús habla en ella con una autoridad que ningún otro hombre soñaría con atribuirse. La autoridad que Jesús asumió sorprendía siempre a los que entraban en contacto con Él. Al principio mismo de Su ministerio, después de predicar en la sinagoga de Pafarnaum, se nos dice de Sus oyentes: «Y se admiraban de Su doctrina; porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas»
(Marcos 1:22). Mateo concluye su relato del Sermón del Monte diciendo: «Cuando terminó Jesús estas palabras, la gente estaba admirada de Su doctrina, porque les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas» (Mateo 7:28s).
Nos es difícil darnos cuenta exactamente de lo sorprendente que debe de haberles parecido a los judíos que Le escuchaban esta autoridad de Jesús. Para los judíos, la Ley era absolutamente santa y divina; es imposible exagerar hasta qué punto la reverenciaban. « La Ley -decía Aristeas- es santa, y ha sido dada por Dios.» «Sólo los decretos de Moisés -decía Filón- son perdurables, inalterables e inamovibles, como si la naturaleza misma los hubiera firmado con su sello.» Los rabinos decían: «Los que niegan que la Ley procede del Cielo no tienen parte en el mundo venidero.» Y también: «Hasta si uno dice que la Ley es de Dios con la excepción de este o aquel versículo que dijo Moisés, no Dios, hablando por su boca, entonces se le aplica el juicio. Ha despreciado la Palabra del Señor: ha dado muestras de la irreverencia que merece la destrucción de su alma.» Lo primero en el culto de la sinagoga era sacar los libros de la Ley del arca donde se guardaban, y el llevarlos dando la vuelta a la congregación, para que esta pudiera mostrarles su reverencia.
Eso era lo que los judíos pensaban de la Ley; y aquí Jesús cita la Ley no menos de cinco veces (Mateo 5:21, 27, 33, 38, 43), sólo que para contradecirla y sustituirla por Su propia enseñanza. Se atribuía el derecho de indicar las deficiencias de las Escrituras más sagradas del mundo, y corregirlas con Su propia sabiduría. Los griegos definían exusía, autoridad, como «el poder para añadir o quitar a voluntad.» Jesús reclamaba ese poder aun en relación con lo que los judíos creían que era la Palabra eterna e inmutable de Dios. Esto no lo discutió Jesús, ni se puso a justificarse de ninguna manera por hacerlo, ni trató de demostrar su derecho a hacerlo. Reposadamente y sin cuestión asumió ese derecho.
Nadie había oído nunca nada semejante. Los grandes maestros judíos usaban frases características en su enseñanza. La frase característica del profeta era: «Así dice el Señor.» No pretendía tener ninguna autoridad personal; lo único que pretendía era hablar lo que Dios le había dicho. La frase característica del escriba y del rabino era: «Hay una enseñanza acerca de…» El escriba o el rabino jamás se atrevían a expresar ni siquiera una opinión propia a menos que pudieran respaldarla con citas de los grandes maestros del pasado. La independencia era la última cualidad que se atribuirían. Pero para Jesús una afirmación no requería más autoridad que el hecho de que Él la hiciera. Él era Su propia autoridad.
Una de dos: O Jesús era un loco, o era único; o era un megalómano, o era el Hijo de Dios. Ninguna persona ordinaria podría atreverse a cambiar lo que se consideraba la eterna Palabra de Dios.
Lo maravilloso de la autoridad es que es autoevidente. Tan pronto como una persona se pone a enseñar se sabe inmediatamente si tiene derecho a enseñar o no. La autoridad es como una atmósfera alrededor de una persona. No necesita atribuírsela; o la tiene, o no. Las orquestas que tocaron bajo la dirección de Toscanini decían que tan pronto como ocupaba el atril podían sentir una ola de autoridad que fluía de él. Julian Duguid cuenta que una vez cruzó el Atlántico en el mismo barco que Wilfred Grenfell; y dice que cuando Grenfell entraba en alguna de las habitaciones públicas del barco, se podía decir (sin dirigirle la mirada) que había entrado en la habitación; porque una ola de autoridad salía del hombre. Era supremamente así con Jesús.