En una conferencia en la que estaba presente D. L. Moody había también algunos jóvenes que tomaban su fe cristiana muy en serio. Una noche tuvieron una vigilia de oración. Cuando llegaban de ella por la mañana se encontraron con Moody, que les preguntó qué habían estado haciendo. Se lo dijeron, y añadieron: «¡Señor Moody, vea cómo nos brilla el rostro!» Moody les contestó muy cortésmente: «Moisés no sabía que le relucía el rostro.» La bondad que es consciente, que llama la atención a sí misma, no es la bondad cristiana.
Uno de los historiadores antiguos escribió acerca de Enrique V después de la batalla de Agincourt: «Tampoco permitió que se hicieran canciones ni que las cantaran los juglares acerca de su gloriosa victoria; porque quería que toda la alabanza y la gloria y la acción de gracias se Le dieran a Dios.» El cristiano no piensa nunca en lo que él ha hecho, sino en lo que Dios le ha capacitado para hacer. Nunca trata de atraer las miradas de la gente, sino siempre en dirigirlas a Dios. Mientras las personas estén pensando en las alabanzas, las gracias y el prestigio que obtendrán por lo que han hecho, no han empezado todavía a recorrer el camino cristiano de veras.
LA LEY ETERNA
-No creáis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolirlos, sino a cumplirlos. Os digo la pura verdad: Hasta que desaparezcan los cielos y la Tierra, ni un punto ni una coma de la Ley se suprimirán hasta que se cumpla en su plenitud. Así que, el que quebrante uno de los mandamientos más pequeñitos y enseñe a otros a hacer lo mismo, será llamado el menor del Reino del Cielo; pero, el que los cumpla y enseñe a otros a hacer lo mismo, será llamado grande en el Reino del Cielo. Porque os aseguro que no entraréis ninguno en el Reino del Cielo a menos que vuestra integridad exceda a la de los escribas y los fariseos.
A primera vista esto podría parecer el pronunciamiento más alucinante que Jesús hizo en todo el Sermón del Monte. En este pasaje Jesús establece el carácter eterno de la Ley; y sin embargo Pablo podía decir: «Cristo es el fin de la Ley» (Romanos 10:4).
Repetidas veces Jesús quebrantó lo que los judíos llamaban la Ley. No cumplía el lavado de las manos que la Ley establecía; sanaba a los enfermos en sábado, aunque la Ley prohibía tales sanidades; de hecho fue condenado y crucificado como quebrantador de la Ley; y sin embargo aquí parece hablar de la Ley con una veneración y una reverencia que ningún rabino o fariseo podría superar. La letra más pequeña -que la Reina-Valera llama jota- era la letra hebrea yod. Era algo parecido a lo que llamamos apóstrofe -›-; ni siquiera una letra no mucho más grande que un puntito se omitiría. La parte más pequeña de la letra -lo que la Reina-Valera llama una tilde, como la de la eñe- eran los puntos diacríticos que distinguían unas letras de otras, como la sin y la sin. Jesús parece establecer que la Ley es tan sagrada que ni el más mínimo detalle de ella desaparecerá. Algunas personas se han sorprendido tanto con este dicho que han llegado a la conclusión de que no es posible que Jesús lo dijera. Han sugerido que, puesto que Mateo es el más judaico de los evangelios, y puesto que Mateo lo escribió especialmente para convencer a los judíos, éste es un dicho que Mateo puso en los labios de Jesús, Que no dijo nada semejante. Pero ése es un razonamiento muy pobre, porque éste es un dicho que es de lo más improbable que nadie se inventara; tanto es así que Jesús tiene que haberlo dicho; y cuando lleguemos a ver lo que quiere decir verdaderamente, comprenderemos que era inevitable que Jesús lo dijera.
Los judíos usaban la expresión La Ley de cuatro maneras diferentes. (i) La usaban con referencia a los Diez Mandamientos. (ii) La usaban en relación con los cinco primeros libros de la Biblia, a los que llamamos Pentateuco fue quiere decir literalmente Los Cinco Rollos- que eran para los judíos la Ley par excellence, y con mucho la parte más importante de la Biblia. (iii) Usaban la frase La Ley y los Profetas con el sentido de toda la Escritura; la usaban como una descripción global de todo lo que llamamos el Antiguo Testamento. (iv) La usaban con el sentido de Ley de los escribas u oral. En tiempos de Jesús era el cuarto sentido el más corriente; y fue de hecho esta Ley de los escribas la que tanto Jesús como Pablo condenaron tajantemente. ¿Qué era, entonces, la Ley de los escribas?
En el Antiguo Testamento mismo encontramos muy pocas reglas y normas; lo que sí encontramos son grandes principios generales que cada uno ha de asumir e interpretar bajo la dirección de Dios, y aplicar a las situaciones concretas de la vida. En los Diez Mandamientos no se nos dan reglas ni normas; son todos y cada uno de ellos grandes principios en los cuales hemos de encontrar la norma de nuestra vida. Para los judíos posteriores estos grandes principios no eran suficientes. Mantenían que la Ley era divina, y que en ella Dios había dicho la última palabra, y que por tanto todo debía estar en ella. Si una cosa no estaba en la Ley explícitamente, tendría que estar implícitamente. Por tanto discutían que debe ser posible deducir de la Ley una regla y una norma para cada posible situación de la vida. Así surgió la raza de los llamados escribas, cuyo cometido era reducir los grandes principios de la Ley a literalmente miles de miles de reglas y normas.
Vamos a ver esto en acción. La ley establece que el día del sábado ha de mantenerse santo, y que no se puede hacer ningún trabajo en él. Eso es un gran principio. Pero los legalistas judíos tenían pasión por las definiciones; así es que preguntaron: ¿Qué es un trabajo?
Como trabajo se clasificaron toda clase de cosas. Por ejemplo, el llevar una carga el día del sábado era un trabajo. Pero entonces había que definir qué era una carga. Para la Ley de los escribas una carga era «comida equivalente al peso de un higo seco, vino suficiente para mezclarlo en una copa, bastante leche para un trago, la miel necesaria para poner en una herida, el. aceite necesario para ungir un pequeño miembro, el agua necesaria para humedecer un colirio, el papel necesario para escribir un recibo de impuestos, tinta suficiente para escribir dos letras del alfabeto, caña suficiente para hacer una pluma» -y así hasta el infinito. Pasaban horas sin cuento discutiendo si un hombre podía o no mover una lámpara de un lado a otro en sábado, si un sastre cometía un pecado si salía con una aguja prendida en la solapa, si una mujer podía usar un broche o una peluca, hasta si se podía llevar en sábado dentadura postiza o alguna prótesis, si se podía coger en brazos a un niño el día de sábado. Para ellos estas cosas eran la esencia misma de la religión. Su religión era un legalismo de reglas y normas insignificantes.
Escribir era un trabajo, y por tanto prohibido el sábado. Pero había que definir escribir. Su definición decía: «El que escribe dos letras del alfabeto, con la mano derecha o con la izquierda, de una clase o de dos clases, tanto si se escriben con diferente tinta o en lenguas diferentes, es culpable. Aunque escriba dos letras sin darse cuenta, es culpable; las haya escrito con tinta o con pintura, con tiza roja o con vitriolo, o cualquier cosa que deje una marca permanente. También el que escribe en dos paredes que forman un ángulo, o en dos tabletas de su libro de cuentas para que se lean juntas, es culpable… Pero si uno escribe con un líquido oscuro, con zumo de fruta, o en el polvo de la carretera, o en arena, o en cualquier cosa que no deje una marca permanente, no es culpable… Si escribe una letra en el suelo, y otra en la pared de la casa, o en dos páginas de un libro que no se pueden leer juntas, no es culpable.» Esto es un pasaje típico de la Ley de los escribas; y esto es lo que un judío ortodoxo consideraba verdadera religión y servicio de Dios.