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Mateo 5 El sermón del monte

Todos sabemos que hay ciertas personas en cuya compañía es fácil ser buenos; y que también hay ciertas personas en cuya compañía es fácil bajar el listón moral. Hay ciertas personas en cuya presencia se podría contar sin reparos una historia sucia, y hay otras personas a las que a uno no se le ocurriría contársela. El cristiano debe ser un antiséptico purificador en cualquier sociedad en que se encuentre; debe ser la persona que, con su presencia, excluye la corrupción y les hace más fácil a otros ser limpios.

(iii) Pero la más grande y la más obvia cualidad de la sal es que la sal presta sabor a las cosas. Los alimentos sin sal son tristemente insípidos y hasta desagradables. El Cristianismo es a la vida lo que la sal es a la comida. El Cristianismo le presta sabor a la vida.

Lo trágico es que la gente conecta a menudo el Cristianismo precisamente con lo contrario. Lo identifican con algo que le quita el sabor a la vida. Swinbume llegó a decir:

Tú has conquistado, pálido Galileo; el mundo se ha puesto gris de Tu aliento. Aun después de que Constantino hiciera del Cristianismo la religión del imperio romano, subió al trono otro emperador llamado Juliano que – quería atrasar el reloj y volver a los antiguos dioses. Su queja era, como la expresa Ibsen:

¿Les habéis mirado a la cara a esos cristianos? Ojos hundidos, mejillas pálidas, pechos de tabla; pierden la vida reconcomiéndose, inincentivados por la ambición: para ellos también brilla el sol, pero no lo ven; la tierra les ofrece su plenitud, pero ellos no la quieren; lo único que desean es renunciar y sufrir para morirse lo antes posible.

Para Juliano, el Cristianismo le quitaba la vivacidad a la vida.

Oliver Wendell Holmes dijo una vez: « Yo podría haber entrado en el ministerio si algunos clérigos a los que conocía no hubieran parecido y actuado tanto como enterradores.» Robert Louis Stevenson escribió una vez en su diario, como si estuviera recordando algún fenómeno extraordinario: «Hoy he estado en la iglesia, y no me ha dado la depre.»

El mundo tiene derecho a descubrir otra vez el fulgor perdido de la fe cristiana. En un mundo ansioso, el cristiano debería ser la única persona que se mantuviera serena. En un mundo deprimido, el cristiano debería ser la única persona que siguiera llena de la alegría de vivir. Debería haber una sencilla luminosidad en cada cristiano, pero demasiado a menudo anda por la vida como si estuviera de duelo, y habla como un espectro en una fiesta. Dondequiera que esté, si ha de ser la sal de la tierra, el cristiano debe difundir gozo.

Jesús pasó a decir que, si la sal se vuelve insípida, ya no sirve para nada, y se tira para que todo el mundo la pise. Eso es difícil de entender, porque la sal nunca pierde su sabor y su salinidad. E. F. F. Bishop, en su libro Jesús de Palestina, cita una explicación muy plausible que dio Miss F: E. Newton. En Palestina, los hornos ordinarios están fuera de la casa y se construyen de piedra sobre una base de azulejos. En esos hornos, «para conservar el calor se pone una gruesa capa de sal debajo del suelo de azulejo. Después de cierto tiempo la sal se ha descompuesto. Se levantan los azulejos, se saca la sal y se tira en el camino a la puerta del horno… ha perdido su poder para calentar los azulejos y se tira.» Puede que sea eso lo que se representa aquí.

Pero la idea principal sigue siendo en cualquier caso, y es algo en lo que el Nuevo Testamento insiste constantemente: Que la inutilidad invita al desastre. Si un cristiano no está cumpliendo su propósito como cristiano, está abocado al desastre. El sentido de nuestra vida consiste en ser la sal de la tierra; y si no le damos a la vida la pureza, el poder antiséptico y la luminosidad que le debemos, no estamos cumpliendo nuestro cometido y vamos al desastre.

Todavía nos falta por decir que algunas veces en la Iglesia Primitiva se hacía un uso muy extraño de este texto. En la sinagoga, entre los judíos, había la costumbre de, si un judío se volvía apóstata y luego volvía a la fe, antes de recibirle otra vez en la sinagoga, tenía como penitencia que tumbarse a la puerta de la sinagoga e invitar a todos los que iban entrando a que le pisaran. En algunos lugares, la Iglesia Cristiana adoptó esa costumbre; y a un cristiano que había sido expulsado de la Iglesia por disciplina, se le obligaba, antes de admitirle otra vez, a tumbarse a la puerta de la iglesia e invitar a los que entraban: «Pisoteadme porque soy la sal que ha perdido su sabor.»

LA LUZ DEL MUNDO

Vosotros sois la luz del mundo. Una ciudad situada en una colina no puede pasar inadvertida. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo de un cajón, sino para ponerla a la vista para que dé luz a todos los de la casa.

Podría decirse que éste es el mayor cumplido que se le haya hecho jamás al cristiano individual, porque en él Jesús manda al cristiano que sea lo que Él mismo afirmó ser. Jesús dijo: «Mientras estoy en el mundo, luz soy del mundo» (Juan 9:5). Cuando Jesús mandó a sus seguidores que fueran las luces del mundo, les pedía que fueran como Él mismo, ni más ni menos.

Cuando Jesús dijo estas palabras, estaba usando una expresión que les resultaría familiar a los judíos que la oyeron por primera vez. Ellos llamaban a Jerusalén «una luz para los gentiles;» y a un famoso rabino le solían llamar «una lámpara de Israel.» Pero la forma en que usaban los judíos esta expresión nos da la clave de cómo la usó Jesús.

De una cosa estaban los judíos completamente seguros: ninguna persona encendía su propia luz.

Jerusalén era sin lugar a duda una luz para los gentiles, pero había sido Dios el Que había encendido la lámpara de Israel. La luz que brillaba en la nación o en la persona piadosa era una luz prestada. Así sucede también con el cristiano. La exigencia de Jesús no es que cada uno de nosotros deba, como si dijéramos, producir su propia luz. Debemos brillar con el reflejo de Su luz. El resplandor que se advierte en la vida del cristiano viene de la presencia de Cristo en su corazón. A veces hablamos de una novia radiante, pero la luz que irradia viene del amor que ha nacido en su corazón.

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