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Mateo 23: La carga de la Religión

Que la virtud que más debe distinguir al cristiano es la humildad, la aspiración más ardiente ha de ser, no la de regir la iglesia sino servir en ella. Como muy bien ha dicho Baxter, «la gran obligación del eclesiástico consiste en prestar grandes servicios.» El anhelo de los fariseos era recibir honores y ser apellidados maestros el anhelo del cristiano debe ser el consagrarse a sí mismo y todo lo que tiene al servicio de los demás. La meta es a la verdad encumbrada, pero más baja no debiera contentarnos. Tanto el ejemplo de nuestro bendito Salvador, como los preceptos explícitos de las Epístolas, nos exigen que nos revistamos de humildad.

Mateo 23:13-33

Las inculpaciones que nuestro Señor hizo a los maestros judíos y que están contenidas en este pasaje alcanzan a ocho. De pié dentro del recinto del templo y rodeado de un atento concurso, el Salvador atacó en términos muy fuertes los errores de los escribas y fariseos. Ocho veces dijo a estos « ay de vosotros;» siete veces los llamó «hipócritas,» dos, «guías ciegos,» e «insensatos y ciegos;» y una, «serpientes, generación de víboras.» Semejantes expresiones demuestran cuan abominable a los ojos de Dios es el espíritu farisaico, cualquiera que sea el lugar o época en que se manifieste.

Daremos una rápida ojeada a las ocho inculpaciones, y luego apuntaremos las inferencias que de ellas se desprenden.

El primer « ¡ay!» fue motivado por la oposición sistemática que los escribas y fariseos hacían al Evangelio, cerrando así el reino de los cielos delante de los hombres. No creían en el Evangelio, y hacían todo lo posible para impedir que los demás creyesen en él.

El segundo « ¡ay!» fue arrancado por la avaricia y el egoísmo de los escribas y fariseos, quienes devoraban las casas de las viudas con color de largas oraciones. Abusaban hasta tal extremo de la credulidad de mujeres endebles y desamparadas, que ya habían llegado a ser considerados por ellas como sus guías espirituales, El tercer «¡ay!» fue lanzado contra el celo que los escribas y fariseos desplegaban por adquirir adeptos. «Rodeaban la mar y la tierra por hacer un prosélito.

Incesantemente trabajaban para persuadir a los hombres a que se unieran a su secta; y eso no los animara el deseo de mejorar el estado de sus almas, o atraerlos hacia Dios: era solo que querían engrosar sus filas, y de ese modo adquirir celebridad.

El cuarto «¡ay!» fue pronunciado en contra de las doctrinas falsas acerca de los juramentos. Los escribas y fariseos hacían distinciones artificiosas entre las diversas clases de juramentos; y llenaban, como lo han hecho más tarde los jesuitas, que algunos juramentos eran de obligatorio cumplimiento, y otros no.

Para ellos eran más sagrados los juramentos hechos por el oro del templo mismo. Distinción fue esa que redundó en mengua del tercer mandamiento y en provecho de sus autores, puesto que se daba importancia indebida a las limosnas y oblaciones. La costumbre de hacer poco caso de los juramentos era bien conocida en el mundo pagano como distintiva de los Judíos. Marcial, el poeta romano, hace alusión a ella: « Ecce negas, jurasque mihi per templa Tonantlis; Non credo: jura, verpe, per Anciualum,» marcial, IX. 94.) El quinto «¡ay!» hizo alusión a la práctica de ensalzar en religión las cosas de poca entidad con perjuicio de las de más importancia.

El sexto y el sétimo «¡ay!» son tan análogos que deben considerarse juntos. ‹Con ellos atacó nuestro Señor un defecto de que adolecía, en general, la religión de los escribas y fariseos, quienes daban atención más al decoro exterior que a la pureza y santidad de corazón. Exteriormente estaban llenos de hipocresía y de iniquidad.

El último «¡ay!» fue lanzado contra la veneración que los fariseos fingían tener por los profetas que habían finado. Edificaban los sepulcros de los profetas, y adornaban los monumentos de los justos; y sin embargo su conducta estaba demostrando que eran del mismo modo de pensar de los que habían muerto a los profetas, y que, de los santos, más les gustaban los difuntos que los vivos. Relativamente a esto justo hay un pasaje en la Biblia Berlenberger que merece trascribirse.

«Si preguntabais en tiempo de Moisés quienes eran los hombres buenos, os dirían que Abran, Isaac y Jacob, pero no Moisés, que este debía ser apedreado. Si preguntabais en tiempo de Samuel, os dirían que Moisés y Josué, pero no Samuel. Si preguntáis en los días de Cristo os responderán que Samuel y loa profetas, pero no Cristo y sus apóstoles.» He ahí el triste bosquejo que nuestro Señor hizo de los maestros judíos. Desgraciadamente el natural de ese bosquejo ha aparecido repetidas veces en la historia de la iglesia de Cristo. No hay rasgo del carácter de los fariseos que no hayan imitado algunos de los que se han llamado cristianos.

Cuan deplorable debió de ser el estado en que se encontraba la nación judía en la época en que nuestro Señor estuvo en la tierra. Si los maestros eran tales, cuan grande no seria la ignorancia de los discípulos. La iniquidad de Israel estaba al desbordarse: era ya tiempo que apareciese el Sol de Justicia y se predicase el Evangelio.

La posición del ministro infiel es en extremo peligrosa. El ser ciego es tan gran desgracia; pero mayor lo es el ser guía ciego de los demás. De todos los hombres ninguno es tan responsable de sus iniquidades como el ministro no convertido, y ninguno será juzgado con tanta severidad. A semejanza del piloto bisoño, él no es el único que sufre las fatales consecuencias de sus errores.

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