Marcos 7: Limpio e inmundo

También se Le acercaron a Jesús los fariseos, y algunos maestros de la Ley que habían bajado de Jerusalén. Vieron a algunos de Sus discípulos comer sin tener las manos ceremonialmente limpias, es decir, que no se las habían lavado como estaba prescrito; porque los fariseos, y todos los judíos que observan la tradición de los antepasados, no comen sin antes lavarse las manos ritualmente usando los puños como manda la ley; y cuando vuelven del mercado no comen sin antes bañarse de cuerpo entero; y tienen otras muchas tradiciones que observan en relación con los lavatorios de tazas y jarras y cacharros de bronce.

La diferencia que había entre Jesús y los fariseos y los maestros de la Ley, y la discusión que tuvo con ellos y que se relata en este capítulo tienen una importancia tremenda, porque nos muestran la esencia misma y la raíz de la divergencia entre Jesús y los judíos ortodoxos de Su tiempo.

La pregunta que se hizo fue: ¿Por qué Jesús y Sus discípulos no cumplían la tradición de los antepasados? ¿Cuál era esta tradición, y cuál su espíritu motor?

Originalmente, la Ley quería decir dos cosas para los judíos. Quería decir, como lo primero y lo más importante, los Diez Mandamientos; y en segundo lugar, los cinco primeros libros del Antiguo Testamento, que los judíos llaman la Torá y nosotros el Pentateuco. Ahora bien, es verdad que el Pentateuco contiene un cierto número de reglas y normas puntuales; pero, en relación con las cuestiones morales, lo que propone es una serie de grandes principios morales que cada uno debe interpretar y aplicar por sí mismo. Por algún tiempo, los judíos tuvieron bastante con esto; pero en los siglos V y IV antes de Cristo surgió una clase de expertos legales que conocemos como los escribas, que no se conformaban con grandes principios morales; padecían de lo que podríamos llamar «la manía de las definiciones.» Querían ampliar, desmenuzar y concretar estos grandes principios en miles y miles de reglas y normas que gobernaran todas las posibles acciones y situaciones de la vida. Estas reglas y normas no se escribieron hasta bastante después del tiempo de Jesús. Son lo que se llama la ley oral, o, como se la llama aquí, la tradición de los antepasados.

La palabra antepasados no quiere decir en este contexto los jefes de la sinagoga, sino los antiguos, los grandes expertos legales del pasado como Hilllel y Shammay. Mucho más tarde, en el siglo III d C., se hizo y se escribió un resumen de todas estas reglas y normas, que es lo que se llama la Misná.

Hay dos aspectos de estas reglas y normas que aparecen en la confrontación de este pasaje. Uno es acerca del lavatorio de manos. Los escribas y los fariseos acusaron a los discípulos de Jesús de comer con las manos sucias. La palabra que se usa en el original es koinós. Normalmente koinós quiere decir común;

de ahí pasa a describir algo que es ordinario en el sentido de que no es sagrado, algo que es profano como opuesto a las cosas santas; y finalmente describe algo, como sucede aquí, que es ceremonialmente impuro e inhábil para el servicio y culto de Dios.

Había reglas establecidas rígidamente para el lavamiento de las manos. Nótese que no era una cuestión de higiene, sino de la limpieza ceremonial de la que se trataba. Antes de cada comida, y entre los distintos platos, había que lavarse las manos, y de cierta manera. Las manos, al empezar, no tenían que tener nada de tierra, polvo o sustancias con las que se hubiera estado trabajando. El agua para las abluciones tenía que guardarse en cántaros especiales de piedra para que estuviera limpia en el sentido ceremonial y fuera seguro que no se usaba para otro fin, y que no se había caído nada dentro de ella ni tenía ninguna mezcla. Primero, tenían que ponerse las manos con la punta de los dedos hacia arriba; se echaba el agua sobre la punta de los dedos para que corriera por lo menos hasta la muñeca; la cantidad mínima de agua debía ser un cuarto de log, que equivalía al contenido de la cáscara de un huevo y medio. Con las manos todavía mojadas, se limpiaba cada una con el puño de la otra. A eso se refiere la mención del puño en nuestro texto; se restregaba el puño de cada mano en la palma y el revés de la otra. Esto quiere decir que en esa etapa las manos estaban todavía mojadas, pero esa agua estaba contaminada, porque había tocado las manos contaminadas. Así es que después se tenían que poner las manos con la punta de los dedos hacia abajo, y verter el agua de manera que bajara desde la muñeca hasta la punta de los dedos. Después de todo ese proceso, las manos quedaban puras.

El dejar de hacer todo esto era, a los ojos de los judíos, no una falta de higiene, sino estar en estado de impureza a los ojos de Dios. El que comía con las manos impuras estaba sujeto a los ataques de un demonio que se llamaba Sibta. El descuidar el lavatorio de manos era exponerse a la pobreza y a la destrucción. Lo que se comía con las manos impuras era tan inmundo como el excremento. Un rabino que omitió una vez la ceremonia del lavatorio fue enterrado excomulgado. Otro rabino, preso de los Romanos, usaba el agua que le daban para lavarse ritualmente antes que para beber, y casi se murió de deshidratación, porque estaba decidido a cumplir las reglas de la pureza antes que a satisfacer la sed.

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