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Marcos 6: Sin honor en su propia tierra

Notemos, el primer lugar, como nuestro Señor fija sus miradas en las angustias de su pueblo creyente, y los socorre en debido tiempo. Leemos, que cuando «la barca estaba en medio del mar, y El solo estaba en la tierra, vio a sus discípulos afanados remando» ­se dirigió a ellos caminando sobre el mar, y los animó con estas graciosas palabras, «Soy Yo, no temáis», cambiando la tempestad de bonanza.

¡Cuántos motivos de consuelo no hay en estas palabras para todos los verdaderos creyentes! En donde quiera que se encuentren, y cualesquiera que sean las circunstancias que los rodean, el Señor Jesús los ve. Solos o acompañados, en salud o enfermedad, por tierra o por mar, expuestos a peligros en las ciudades o en los desiertos, los mismos ojos que vieron a los discípulos sacudidos por las olas en el lago, nos están de continuo contemplando. Nunca estamos fuera del alcance de su cuidado, nuestros pasos no se le ocultan, sabe el sendero que tomamos y aún puede socorrernos. Quizás no venga a nuestra ayuda en el momento que más deseamos, pero no permitirá que sucumbamos por completo. El que marchó sobre las olas no cambia nunca; llegará siempre en el tiempo oportuno para sostener a su pueblo. Aunque se demore, esperemos con paciencia. Jesús nos ve y no nos abandonará.

Notemos, en segundo lugar, los terrores de los discípulos, al ver por primera vez a Nuevo Testamento Señor caminar sobre el mar. Se nos dice que «suponían que era un espíritu, y comenzaron a gritar; pues todos ellos lo vieron y se amedrentaron.

¡Qué pintura tan fiel de la naturaleza humana nos presentan estas palabras! ¡Cuántos millares de personas, si vieran al presente lo que vieron los discípulos, se manejarían de la misma manera! ¡Cuán pocos se mantendrían tranquilos, y libres de temor, si estando a bordo de un buque vieran de repente en una noche tempestuosa a una persona marchando sobre las aguas y acercándose al bajel! Dejad que algunos se rían, si así les place, de los temores supersticiosos de sus discípulos ignorantes. Encarezcan, si ese es su deseo, la marcha de la inteligencia y los progresos de los conocimientos de nuestros días. Pocos hay, lo aseguramos con toda confianza, que colocados en la misma situación de los apóstoles, hubieran manifestado más valor que ellos. Los escépticos más audaces han resultado ser los más grandes cobardes, al ver de noche objetos que no podían explicarse.

La verdad es, que hay un sentimiento instintivo en el hombre que lo hace apartarse con disgusto de todo lo que al parecer pertenece a otro mundo. Tenemos la conciencia, que muchos se empeñan en vano ocultar con afectada indiferencia, de que hay seres invisibles así como visibles, y que la vida que ahora vivimos en la carne no es la única existencia que tiene el hombre. Las historias vulgares de apariciones y duendes son, a no dudarlo, necias y supersticiosas; podemos casi siempre encontrar su origen en las ilusiones y los terrores de personas débiles e ignorantes. Sin embargo, es un hecho que merece estudiarse la aceptación y circulación que tales cuentos obtienen en todo el mundo. Es una prueba indirecta de la creencia latente en lo invisible, de la misma manera que la moneda falsa es una evidencia que la hay buena. Forma un testimonio muy peculiar que el incrédulo encontrará difícil refutar, porque prueba que hay algo en el hombre, que testifica que hay un mundo más allá de la tumba, y que lo aterra cuando lo siente.

Deber es del cristiano proveerse de un antídoto que lo preserve de los terrores de ese gran mundo invisible. Ese antídoto es la fe en un Salvador invisible y estar en comunión constante con El. Armados con ese antídoto, y mirando al que invisible, no tenemos por que temer. Estamos en viaje dirigiéndonos al mundo de los espíritus, y aun ahora nos vemos rodeados de muchos peligros, pero teniendo a Jesús por nuestro Pastor, no hay por que alarmarnos; estamos seguros si El es nuestro Escudo.

Notemos, al concluir con este capítulo, que brillante ejemplo tenemos de nuestros deberes mutuos. Se nos dice que cuando nuestro Señor llegó a tierra de Genesaret, el pueblo «recorrió toda aquella región» y le llevó en lechos «a los que estaban enfermos» Leemos que «en dondequiera que entraba, en aldeas, o ciudades o heredades, ponían a los enfermos en las calles, y le suplicaban que les permitiera tocar aunque fuera la orla de su vestido.

Que en esto veamos un ejemplo para nosotros. Hagamos lo mismo; tratemos de llevar a Jesús, el gran Médico, para que cure a todos los que en torno nuestro necesitan medicina espiritual. Almas hay que mueren de continuo, y las oportunidades pasan rápidamente, y la noche viene cuando nadie puede trabajar. No perdonemos esfuerzos en despertar en todos el conocimiento de Jesucristo, para que puedan salvarse. Es una idea consoladora saber que «todos los que lo tocan quedan sanos.

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