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Marcos 6: Sin honor en su propia tierra

Debemos apremiar a los hombres para que se arrepientan, si pretendemos seguir las huellas de los apóstoles y cuando se hayan arrepentido, debemos insistir en que continúen arrepintiéndose hasta sus últimos momentos.

¿Nos hemos arrepentido? Esto es lo que más nos importa. Bueno es saber lo que los apóstoles enseñaron, muy bueno familiarizarse con todo el sistema de la doctrina cristiana; pero se mucho mejor saber por experiencia propia lo que es el arrepentimiento y sentirlo en lo más profundo de nuestros corazones. No descansemos hasta que sepamos y sintamos que nos hemos arrepentido. En el reino del cielo no entran los impenitentes; todos los que allí están, han sentido el dolor del pecado, lo han lamentado, ha desistido de él y han pedido perdón. Así debemos obrar nosotros si queremos salvarnos.

Mar 6:14-29

Estos versículos narran la muerte de uno de los más eminentes santos de Dios; describen el asesinato de Juan el Bautista. De todos los evangelistas ninguno refiere esa triste historia tan minuciosamente como S. Marcos. Veamos que lecciones prácticas para nuestras almas contiene este pasaje.

Descubrimos, en primer lugar, el poder maravilloso que la verdad ejerce sobre la conciencia. Herodes «teme» a Juan el Bautista mientras este vive, y su recuerdo lo conturba después de su muerte. Un pecador solitario y sin amigos, no usando otra arma que la verdad de Dios, perturba y aterra a un rey.

Todo hombre tiene conciencia, y ese es el secreto del poder que ejerce un ministro fiel. Por eso Félix «tembló» y Agripa quedó «Casi persuadido», cuando Pablo, que era un prisionero, habló en su presencia. Dios ha encerrado un testigo suyo en el corazón de los inconversos. Aunque el hombre es un ser caído y corrompido, sus pensamientos lo acusan o lo excusan, según es su vida, pensamientos que no se pueden ahogar, y que inquietan y espantan aún a los reyes como Herodes.

Nadie tiene que recordar esto más que los ministros y los maestros. Si predican y enseñan la verdad de Cristo, pueden estar seguros que su trabajo no es vano.

Podrán ser los niños desatentos en la escuela, los oyentes en las congregaciones descuidados; pero en uno y otro caso, el efecto producido en la conciencia es a menudo mucho más grande de lo que vemos. Se ven brotar semillas y dar fruto, después que el sembrador, como Juan Bautista, ha muerto o partido.

Vemos, en segundo lugar, cuan adelantados pueden estar en religión algunas personas y no salvarse con todo por ceder a un pecado que los domina.

El rey Herodes fue más lejos que muchos: «temía a Juan;» «sabía que era un justo y un santo;» lo «observaba;» lo «escuchaba, y hacía muchas cosas» de las que recomendaba; hasta «lo oía con gusto». Pero Herodes no quería dejar de hacer una cosa: no quería cesar en su adulterio; no quiso abandonar a Herodías; y por eso condenó su alma por una eternidad.

Que el caso de Herodes sea para nosotros un apercibimiento. No nos reservemos nada, no nos adhiramos a ningún vicio favorito ­no tengamos consideración con nada que se interponga entre nosotros y nuestra salud eterna. Examinemos nuestro interior hasta estar seguros que no hay ninguna concupiscencia favorita, ninguna trasgresión acariciada, que como otra Herodías, esté matando nuestras almas. Prefiramos cortarnos la mano derecha y sacarnos el ojo derecho, a descender al fuego del infierno. No nos contentemos con ir a admirar a predicadores de fama, ni oír con gusto sermones evangélicos; no descansemos hasta que no podamos repetir con David, «Estimo justos todos tus mandamientos, respecto a todas las cosas, y aborrezco los falsos manejos» Salmo 119.128 Vemos en tercer lugar, con que valor un fiel ministro de Dios debe reprochar el pecado. Juan Bautista habló muy francamente a Herodes de la maldad que cometía. No se excusó de hacerlo so pretexto que decírselo pudiera ser imprudente, impolítico, inoportuno o inútil. No lo trató con suavidad, ni intentó paliar la maldad del rey empleando palabras blandas para describir su falta. Dijo a su real oyente la verdad sencilla sin mirar a las consecuencias: «No es justo que tengas a la mujer de tu hermano».

He aquí un ejemplo que todos los ministros deberían imitar. En público y en privado, desde el púlpito y en sus visitas domiciliarias, deben reprochar todo pecado conocido, y apercibir a todos los que viven en él. Quizás incomode; quizás se haga impopular; pero no debe ocuparse de ello; cumplan con su deber y dejen a Dios las consecuencias.

No hay duda que se necesita mucha gracia y mucho valor para manejarse así. No hay duda que un acusador, como Juan Bautista, debe trabajar con mucho amor y mucha prudencia al cumplir con la comisión que ha recibido de su Maestro de reprochar a los malvados; pero es asunto en que su fidelidad y su caridad están empeñadas. Si cree que una persona está perjudicando su alma, debe decírselo; si lo ama realmente, no debe dejar de advertirle que corre a su ruina. Por grande que la ofensa parezca al principio, el acusador fiel al cabo será generalmente respetado. «El que reconviene a un hombre, encontrará después más favor en él, que el que lo lisonjea con sus palabras» Prov. 28.23 Vemos, en cuarto lugar, cuan profundamente odian los hombre a los que los reconvienen cuando están determinados a continuar en sus pecados. Herodías, la desgraciada cómplice de la iniquidad del rey, estaba al parecer más hundida en el abismo del pecado que Herodes. Con una conciencia endurecida y cauterizada por la maldad, aborrecía a Juan Bautista por su franqueza y rectitud, y no paró hasta lograr su muerte.

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