Y nosotros también, los que vivimos en este país afortunado ¿no tenemos que agradecer a Dios su largo sufrimiento? No hay duda que tememos motivos sobrados para decir que nuestro Señor es paciente. No nos trata cual nuestros pecados merecen, ni nos da el pago según son nuestras iniquidades. Bastantes veces lo hemos provocado a retirar nuestro candelero y a tratarnos como lo hizo con Tiro, Babilonia, y Roma. Sin embargo, aún continúan su longanimidad y su amorosa bondad. No presumamos demasiado de su bondad. Que de sus misericordias salga para nosotros un grito que nos llame a producir frutos, y a esforzarnos en abundar en esa rectitud que solo exalta y eleva a las naciones. Prov. 14.34. Que todas las familias de esta tierra comprendan que son responsables a Dios, y entonces veremos a toda la nación publicando sus alabanzas.
Observemos, en tercer lugar, la dureza y maldad de la humana naturaleza, tal como la muestra la historia del pueblo judío.
Difícil es imaginar una prueba más convincente de esta verdad, que el resumen de la conducta que observó Israel con los mensajeros de Dios, y que nuestro Señor bosqueja en esta parábola. Les envió en vano profeta tras profeta; milagros y milagros tuvieron lugar ante sus ojos sin producir ningún efecto duradero.
El mismo Hijo de Dios, manifiesto en la carne, habitó entre ellos y «se apoderaron de El, y le mataron..
No hay verdad que menos se acepte y se crea que «la completa maldad « del corazón humano. Consideremos esta parábola siempre como una de las pruebas permanentes de dicha verdad. Veamos en ella lo que los hombres pueden hacer, en el completo goce de los privilegios que la religión confiere, rodeados de profecías y milagros, y en la presencia del Hijo mismo de Dios. «El espíritu carnal es enemistad contra Dios.» Rom. 8.7. Nunca los hombres vieron a Dios cara a cara, sino cuando Jesús se hizo hombre, y vivió en la tierra. Lo vieron santo, inocente, puro, haciendo bien por do quiera que iba ; sin embargo, no quisieron recibirlo, se rebelaron contra El, y al fin le dieron muerte. Borremos de nuestra alma la idea de la bondad innata de nuestros corazones, o de nuestra rectitud natural. Abandonemos la opinión tan común que un hombre se hace cristiano tan solo con ver y saber lo que es bueno. Grande es el experimento que se hizo con la nación judía. Nosotros también, como Israel, podríamos presenciar milagros, y tener profetas entre nosotros, y, como para Israel, ser todo eso inútil para nosotros. Solo el Espíritu de Dios puede cambiar los corazones. «Necesario nos es nacer otra vez.» Juan 3.7.
Observemos, por último, que pueden los hombres sentir el aguijón de la conciencia, y continuar, no obstante, en su impenitencia. Los judíos, a quienes nuestro Señor dirigió la solemne parábola histórica de que nos venimos ocupando, vieron claramente que a olios se aplicaba. Comprendieron que ellos y sus progenitores eran los labradores a quienes se había arrendado la viña, y que debían dar cuentas a Dios de sus productos. Comprendieron que ellos y sus antepasados eran los labradores perversos, que habían rehusado pagar al Señor de la viña lo que se le debía, y que habían « maltratado vergonzosamente» a sus siervos, «golpeando a unos, y matando a otros.» Sobre todo bien sabían que estaban tramando el postrer acto que había de coronar sus maldades, y que la parábola describía. Estaban pensando asesinar al Hijo amado, «arrojarlo fuera de la viña.» Todo esto lo sabían perfectamente bien. «Sabían que había dicho esa parábola contra ellos.»Pero aunque lo sabían, no se arrepintieron; aunque por sus conciencias estaban convictos, continuaban endurecidos en sus pecados.
Que este hecho terrible nos haga ver, que la creencia y la convicción no son suficientes para salvar el alma. Posible es que sepamos que hacemos mal, que no podamos negarlo, y que, no obstante, nos apeguemos con obstinación a nuestros pecados, y perezcamos en el infierno. Mudar el corazón y la voluntad es lo que todos necesitamos. Oremos fervorosamente por conseguirlo, y no descansemos hasta lograrlo, pues sin ese cambio no veremos nunca cristianos ni lograremos ir al cielo. Sin él atravesaremos la existencia, sabiendo, como los judíos, que somos malos, pero, como los judíos, perseverando en nuestra conducta, y muriendo en nuestros pecados.
Marcos 12:13-17
Observemos al comenzar este pasaje, como hombres de opiniones religiosas diferentes pueden unirse para hacerle la oposición a Cristo. Leemos, que los «fariseos y herodianos» se unieron para pescar a nuestro Señor alguna palabra,» y embarazarlo con una cuestión difícil. Los fariseos eran supersticiosos y formalistas, que no se cuidaban sino de las ceremonias externas de la religión. Los herodianos eran hombres mundanos, que despreciaban toda religión, y se ocupaban más de agradar a los hombres que a Dios. Sin embargo, cuando se presentó entre ellos un maestro que atacaba las pasiones dominantes de unos y otros, y no perdonaba ni al formalista ni al mundano, los vemos haciendo causa común, y uniéndose en un esfuerzo combinado para cerrarle los labios.
Así ha acontecido desde el principio del mundo, y podemos ver que lo mismo se repite hoy día. Los formalistas y los mundanos simpatizan muy poco, no aceptan sus principios respectivos, y se desprecian mutuamente. Pero hay algo que a ambos desagrada más, y es el Evangelio puro de Cristo. De aquí es que siempre que se presenta una oportunidad de hacerle la oposición al Evangelio, veremos siempre al mundano y al formalista hacer una liga para obrar de acuerdo. De ellos no debemos esperar misericordia; ninguna mostrarán. No debemos contar con sus divisiones, pues compaginarán siempre una alianza para resistir a Cristo.