Una ignorancia corno esta es a primera vista bien sorprendente en verdad. No es extraño que nuestro Señor pronunciara las siguientes palabras de reconvención: “¡O insensatos y tardos de corazón para creer!” Y sin embargo, esa misma ignorancia nos enseña una lección útil, pues nos demuestra que tenemos muy poca razón para admirarnos de la oscuridad espiritual que ofusca la mente de los cristianos indiferentes. Millares y millares de los que nos rodean están tan en completa ignorancia respecto del significado de la pasión de Cristo como los viandantes que iban a Emmaús.
Alabado sea Dios por que bajo mucha ignorancia puede ocultarse la gracia divina. Es sin duda muy útil poseer conocimientos claros y exactos, pero no es indispensable para la salvación; y muchos poseen conocimientos sin poseer la gracia divina. Sentir una convicción profunda del pecado, someterse humilde y voluntariamente al plan divino de salvación, estar dispuesto a abandonar toda preocupación que choque con ese plan—he aquí lo que principalmente se debe hacer. Los discípulos practicaron eso, y por lo tanto nuestro Señor sigui o con ellos y los gui o al conocimiento de la verdad.
Observemos, en tercer lugar, al leer estos versículos, cuan llena está el Antiguo Testamento de alusiones a Cristo. Se nos dice quo nuestro Señor, “comenzando desde Moisés y de todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras las cosas tocantes a él.”
¿Cómo habremos de explicar estas palabras? ¿De qué modo declar o nuestro Señor las cosas que, acerca de él, contiene el Antiguo Testamento? La contestación es corta y sencilla. Cristo fue la realidad que simbolizaban todos los sacrificios establecidos por la ley de Moisés ; Cristo fue el verdadero Libertador y el verdadero Rey que los jueces y libertadores de Israel no hicieron más que prefigurar ; Cristo fue aquel Profeta más “grande que Moisés, aquel Profeta de que trataban tanto las páginas de las antiguas profecías; Cristo era la verdadera simiente de la mujer que habían de quebrantar la cabeza de la serpiente, la verdadera simiente en la cual habían de ser benditas todas las naciones, el verdadero Siloh ante el cual se congregarían los pueblos, el verdadero Azazel, la verdadera serpiente de bronce, el verdadero Cordero del cual habían sido emblemas todas las ofrendas diarias, el verdadero Sumo Sacerdote representado por todos los descendientes de Aarón. Estas y otras cosas análogas fueron sin duda las que explic o nuestro Señor en el camino de Emmaús.
No olvidemos, al leer la Biblia, que Cristo es la figura céntrica de todo el libro. En tanto que lo tengamos ante los ojos no hay riesgo de que nos extraviemos en la adquisición de conocimientos espirituales. Más si lo perdemos de vista, la Biblia nos parecerá oscura y difícil de comprender. La clave de la Biblia es Jesucristo.
Observemos, por último, cuánto agrada a Cristo que sus discípulos le dirijan súplicas. Se nos dice que, cuando los discípulos se acercaban a Emmaús, nuestro Señor hizo como que iba más lejos El deseaba ver si estaban cansados de su conversación. Pero no lo estaban, pues lo detuvieron por fuerza, diciendo: “Quédate con nosotros, porque se hace tarde, y está ya declinando el día. Y entr o para quedarse con ellos.”
Sucesos como este no son raros en las páginas de la Sagrada Escritura. Nuestro Señor tiene a veces a bien poner a prueba nuestro amor, y con este fin reserva sus mercedes hasta tanto que se las pidamos. No es con frecuencia que nos concede dones sin que los hayamos pedido o solicitado. El se complaci o en hacer que expresemos nuestros deseos y que pongamos en ejercicio nuestras facultades espirituales, y por lo tanto aguarda hasta que le dirijamos nuestras plegarias. Así lo hizo en Panuel con Jacob. “Déjame,” le dijo, “que el alba sube.” Entonces Jacob le dijo en respuesta estas palabras bien dignas de encomio: “No te dejaré ir, si no me bendices.” La historia de la madre Cananea, la de los dos ciegos de Jericó, la del príncipe de Cafarnaum, y la parábola del juez injusto y del amigo a medía noche enseñan otro tanto.
Con esta inteligencia procedamos en nuestros ruegos, si es que acostumbramos orar. Supliquemos mucho y con frecuencia, no sea que dejemos de obtener la bendición del cielo por falta de pedir. No seamos como aquel rey judío que hiri o la tierra tres veces y luego cesó. 2Ki_13:18. Bien al contrario, recordemos aquellas palabras del Salmista: “Ensancha tu boca, y henchirla he.” Psa_81:10.
Lucas 24:36-43
Observemos en este pasaje las palabras de extraordinaria, bondad con que nuestro Señor se present o ante sus discípulos después de la resurrección. Se nos dice que de súbito se puso en medio de ellos y les dijo: “Paz a vosotros.”
Estas palabras son sorprendentes si se considera a quiénes fueron dirigidas. Fueron dirigidas a once discípulos que tres días antes habían abandonado a su Maestro y huido; que habían violado sus promesas; que habían olvidado los votos que habían hecho de morir por la fe; que se habían ido a sus respectivos hogares, y habían dejado que su Maestro muriese solo. Uno de ellos hasta lo había negado tres veces: todos ellos se habían portado como desleales y cobardes. Y sin embargo, ved lo que el Señor hace en vista de semejante conducta. No les dirige ni una palabra de reconvención: ni una sola expresión de desagrado se desprende de sus divinos labios. Con calma y con serenidad se presenta en medio de ellos, y empieza por hablarles de paz. “¡Paz a vosotros!”En estas palabras conmovedoras se deja ver una prueba más de que el amor de Cristo sobrepuja todo entendimiento. él se complace en perdonar al que le ofende. él “se deleita en la misericordia.” Está más pronto a conceder el perdón que el hombre a recibirlo. Aunque nuestros pecados sean como la grana, está siempre dispuesto a emblanquecerlos como la nieve, a borrarlos, a cargarlos sobre sus hombros, a sepultarlos en las profundidades del mar, a olvidarlos para siempre. Todas estas son frases bíblicas que enseñan la misma verdad. El hombre en su estado natural rehúsa entenderlas. Ni debe esto sorprendernos. Un perdón gratuito, completo e inmerecido no concuerda con el carácter del hombre, pero sí con la naturaleza de Jesucristo.