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Lucas 22: Y satanás entró en Judas

El pan que el comulgante come en la cena del Señor, sirve para traerle a la memoria el cuerpo de Cristo que fue ofrecido en la cruz por sus pecados; y el vino que bebe tiene por objeto traerle a la memoria la sangre de Cristo que fue derramada también por sus culpas. Con los dos elementos se anuncia en emblemas palpables a Cristo, como nuestro sustituto crucificado: ellos son, por decirlo así, un sermón visible que habla a los sentidos de los oyentes y enseña así la verdad fundamental del Evangelio, es a saber: que Cristo al morir en la cruz dio vida espiritual al hombre.

Bueno será que no perdamos de vista estas verdades. Cierto es que los que participen dignamente en la Cena del Señor recibirán bendiciones señaladas; pero que haya otro medio excepto la fe por el cual los cristianos puedan comer el cuerpo de Cristo y beber su sangre, debemos siempre negarlo. El que se cerque a la mesa con fe en Jesucristo puede esperar con confianza que su fe sea aumentada; mas no será así con el que lo haga sin fe: después de la comunión estará lo mismo que antes.

Notemos, en seguida, que la observancia de la Cena del Señor es obligatoria para todos los verdaderos cristianos. Los términos que nuestro Señor usó al referirse a este asunto son enérgicos y concluyentes: «Haced esto en memoria de mí.» No es pues válida, en manera alguna, la suposición que hacen algunos de que estas palabras no son otra cosa que un precepto dado a los apóstoles y a todos los ministros de la religión para que administrasen la Cena del Señor. Las palabras en cuestión indican claramente que el precepto fue dirigido a todos los discípulos.

Muchos hombres pierden de vista esta gran verdad. Hay millares y millares de miembros de la iglesia que jamás concurren a tomar parte en la Cena. e individuos que se avergonzarían tal vez de que alguno creyese que quebrantaban el decálogo, no se ruborizan de violar un precepto expreso de Jesucristo. Acaso crean que no cometan falta .alguna con abstenerse de comulgar; acaso olviden que si hubieran vivido en tiempo de los apóstoles no se les habría reputado como cristianos.

Ahora bien ¿qué hacemos nosotros sobre este particular? He aquí la cuestión que más de cerca nos concierne. ¿Dejamos de concurrir a participar de la Cena del Señor porque creemos que ese acto no es necesario? Si tal es nuestra opinión debemos abandonarla tan pronto como nos sea posible. No hay que burlarse así de un precepto que el Hijo de Dios nos ha dado de una manera tan terminante. ¿O es que no concurrimos porque no nos encontramos en aptitud para comulgar? Si así fuere, es preciso que sepamos que en tal caso no nos encontramos tampoco en aptitud para morir. El que no es digno de comulgar no es digno del cielo, ni está preparado para el día del juicio.

Observemos, por último, quiénes fueron los comulgantes cuando la Cena del Señor fue instituida. No todos ellos eran buenos, ni todos ellos eran creyentes. San Lucas nos informa que el traidor, Judas Iscariote, estaba presente, puesto que a las siguientes palabras de nuestro Señor no puede darse ninguna otra interpretación: «He aquí,» dice, «la mano del que me entrega está conmigo en la mesa..

La lección que de estas palabras se desprende es sumamente importante. Según ellas, no hemos de reputar a todos los comulgantes como verdaderos creyentes y siervos sinceros de Cristo. Los malos estarán junto a los justos aun en la celebración de la Cena. Nadie puede impedirlo. También se nos enseña que es insensatez dejar de asistir a la celebración del sacramento, porque algunos de los comulgantes no sean cristianos sinceros, o abandonar la iglesia porque algunos de sus miembros sean malos. El trigo y la cizaña siempre crecerán juntos. Nuestro Señor mismo toleró que hubiese un Judas en la primera comunión que ha tenido lugar. ¿Por qué ha de ser el discípulo más rígido que el Maestro? Que examine su propio corazón y deje que otros contesten por sí mismos ante Dios.

Finalmente, si no somos comulgantes preguntémonos, al terminar este pasaje, ¿por qué no lo somos? ¿Qué razón podemos dar para desobedecer un precepto tan expreso? ¡Afortunados seriamos si no nos sintiésemos tranquilos hasta que hubiésemos reflexionado sobre estas preguntas!

Lucas 22:24-30

Observemos, primeramente, con cuánta tenacidad el orgullo y el deseo de ocupar puestos sobresalientes se apoderan hasta de los buenos. Se nos dice que hubo una contienda entre los discípulos sobre quién de ellos era o parecía ser el mayor.

Nuestro Señor había desaprobado en otra ocasión una contienda semejante; a más de eso, el sacramento que los discípulos habían recibido y las circunstancias bajo las cuales se habían congregado, aumentaban la gravedad de la falta. Y no obstante, a esa hora, la última que pasarían en sosiego con su Maestro antes de la crucifixión, los miembros de ese rebaño empezaron a disputar sobre ¡quién seria el mayor! Tal es el corazón del hombre: siempre débil, siempre engañoso, siempre inclinado, aun en los momentos más supremos, a tornarse a lo que es malo.

El pecado de que venimos tratando es muy antiguo. La ambición, la vanidad, la presunción están profundamente arraigadas en los corazones de los hombres, y muchas veces en aquellos en que menos se les sospecha. Pocos hay, a la verdad, que se regocijen cuando sus semejantes reciben puestos más elevados que los que ellos ocupan. La envidia que hay en el mundo es una prueba concluyente de la prevalecía alarmante del orgullo. Nadie envidiaría a los que ocupan altos puestos si no creyese que sus propios méritos sean mayores que los de estos.

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