Si todavía no nos hubiéramos arrepentido, hagámoslo sin tardanza, pues de ello tendremos que dar cuenta. «Arrepentíos, pues y convertíos» fueron las palabras de Pedro a los judíos que habían crucificado a nuestro Señor. Hechos 8.22. «Arrepiéntete y ruega a Dios,» fue la exhortación dirigida a Simón el Mago cuando estaba «en hiel de amargura y en prisión de iniquidad..
Todo nos estimula a arrepentirnos. Cristo nos invita; en las Escritura se nos prometen bendiciones; gloriosas aseveraciones de que Dios tiene voluntad de recibirnos abundan en la Santa palabra; y «hay gozo en el cielo cuando un pecador se arrepiente.» Levantémonos pues, y dirijámonos a Dios.
Si ya nos hemos arrepentido repitamos ese acto hasta el fin de nuestra vida. En tanto que estemos revestidos de este cuerpo mortal, tendremos pecados que confesar y culpas que lamentar. Arrepintámonos y humillémonos más profundamente cada año. Que cada vez que llegue nuestro cumpleaños aborrezcamos más el pecado y amemos más a Cristo. Un sabio santo de la antigüedad dijo: «Espero llevar mi arrepentimiento hasta a la puerta misma del cielo..
Lucas 13:6-9
La parábola que acabamos de citar humilla a la vez que conmueve. El cristiano que la oiga y no sienta pena y dolor por el estado en que se encuentra la cristiandad, debe de carecer de fe y piedad.
Este pasaje nos enseña, en primer lugar, que Dios exige una fidelidad proporcionada a los privilegios espirituales que concede.
Nuestro Señor enseñó esta verdad, comparando a la iglesia judaica de su época con «una higuera plantada en una viña» Tal era exactamente la posición que Israel ocupaba en el mundo. Las leyes y los ritos mosaicos habían contribuido a la par con la situación geográfica de su suelo, a separarlos de las otras naciones. Dios se dignó favorecerlos con revelaciones que no hizo a ningún otro pueblo. Se les concedieron prerrogativas de que jamás gozaron Nínive, Babilonia, Grecia o Roma. No era sino justo y razonable que por medio de sus frutos, es decir, de sus hechos, dieran alabanza a Dios. Naturalmente se hubiera creído que habría habido más fe, y contricción, y santidad y devoción en el pueblo de Israel que en las naciones paganas; y esto era lo que Dios esperaba. El dueño de la higuera «vino a buscar fruto..
Más, si queremos aprovechar lo que la parábola nos enseña, debemos dirigir los ojos más allá de la iglesia judaica para ver que sucede en las iglesias cristianas. Ellas poseen conocimientos, verdades, doctrinas y preceptos de los cuales los paganos nada saben. Cuán grande es su responsabilidad: ¿No es justo que Dios espere que produzcan fruto? Vivimos en una tierra donde circula la Biblia, donde se disfruta la libertad y donde se oye predicar el Evangelio.
Cuán grandes no son las ventajas de que gozamos comparadas con las de los chinos o los indostaníes. No olvidemos por un solo momento que Dios espera que produzcamos buenos frutos.
Estas son verdades importantísimas. Hay pocas cosas que el hombre olvide con tanta facilidad como la relación íntima que existe entre un privilegio y la responsabilidad que de él resulta. Muy prontos estamos a hacer uso de las bendiciones que el cielo nos concede; pero rara vez recordamos que tenemos que dar cuenta a Dios de todo lo que recibimos y que a cualquiera que fue dado mucho, mucho le será vuelto a demandar.
Este pasaje nos enseña, en segundo lugar, que es peligroso no dar fruto cuando se goza de grandes privilegios religiosos. El Señor nos enseña esto de una manera muy notable. Nos dice como se quejó el dueño de la higuera estéril de que no diese fruto: «He aquí tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera y no lo hallo.» También nos dice como mandó destruir el árbol para que no sirviese de estorbo en el huerto: «Córtalo, ¿Por qué hará inútil aun la tierra?» En seguida representa al viñero intercediendo por la higuera y pidiendo que la deje permanecer algún tiempo más. «Señor, déjala aún este año.» Y concluye la parábola poniendo en boca del viñero estas palabras: «Y si hiciere fruto, bien; si no, la cortarás después..
Esta parábola implica una admonición para todas las iglesias cristianas. Si sus ministros no enseñan sanas doctrinas, y sus miembros no viven santamente, están en gran riesgo de perderse. Dios los observa constantemente y lleva cuenta de todas sus acciones. Acaso sean muy fieles en el cumplimiento de ritos y ceremonias. Acaso sean árboles cubiertos de las hojas del culto, los servicios y los sacramentos. Pero si carecen de los frutos del espíritu, serán considerados como estorbos en el huerto del Señor. A menos que se arrepientan serán cortados. Así sucedió con la iglesia judaica cuarenta años después de la ascensión de nuestro Señor; así ha sucedido con las iglesias de África; y así es de temerse que acontecerá con otras muchas hasta el fin del mundo.
Pero la admonición dirigida a los cristianos no convertidos es todavía más clara. En toda congregación donde se oye predicar el Evangelio hay muchos que se encuentran al borde de un abismo. Han estado creciendo por mucho tiempo en la parte más fértil de la viña del Señor, y sin embargo no han producido fruto. Han oído predicar fielmente el Evangelio centenares de domingos, y sin embargo, jamás lo han abrazado, ni tomado la cruz y seguido a Cristo. Tal vez no cometen aquellos pecados que el mundo llama graves, pero por otra parte, no hacen nada en Gloria de Dios. Nada hay en su religión que sea de un carácter positivo. A cada uno de ellos el Dueño de la viña podría con razón decir: «He aquí muchos años ha que vengo a buscar fruto en esta higuera, y no lo hallo; córtala, es un estorbo en la viña.» Hay millares de cristianos de respetabilidad que se encuentran en estas circunstancias, y que no saben absolutamente cuan cerca están del abismo de perdición. No olvidemos por un momento que contentarnos con ir a la iglesia a oír predicar, en tanto que nuestras vidas son estériles en bienes, es una conducta altamente ofensiva a Dios. Nos exponemos a que nos arroje de sí repentina e irremediablemente.