No debemos dudar que por medio de este gran milagro se quiso dar consuelo y esperanza a todos los afligidos por la enfermedad del pecado. Para Cristo nada hay imposible. El puede hacer enderezar a hombres que por «dieciocho años» hayan estado encorvados bajo el peso de sus apetitos, del pecado y del mundo. El puede hacer que miren al cielo y contemplen el reino de Dios pecadores que por largo tiempo han tenido los ojos fijos en las cosas terrestres.
Nada es demasiado difícil para el Señor. El puede crear, transformar, renovar, demoler, edificar y estimular con un poder irresistible. Aquel que hizo el mundo de la nada vive todavía y permanece inmutable. Acojamos esta verdad y no la olvidemos jamás. Ni perdamos la esperanza de obtener nuestra salvación. Tal vez nuestros pecados sean innumerables. Acaso hayamos pasado un largo período de nuestra vida en pasatiempos frívolos o aún entregados al libertinaje; más ¿queremos acudir a Cristo para encomendarle nuestras almas? Si así fuere, hay esperanza. El puede sanarnos radicalmente y decirnos: «Libres sois de vuestra enfermedad.» No perdamos la esperanza de la salvación de hombre alguno, en tanto que viva; antes bien, encomendémoslo a Dios noche y día. Tal vez tengamos parientes por quienes, a causa de su maldad, abriguemos pocas esperanzas. Pero no debemos desesperanzarnos. No hay paciente que Cristo no pueda curar. Cualquiera que sienta en el cuerpo el contacto de su mano «se endereza y glorifica a Dios.» Perseveremos en la oración y no desmayemos. Las siguientes palabras de Job son dignas de encomio: «Yo conozco que todo lo puedes.» Jesús puede salvar perpetuamente.
Vemos, por último, en estos versículos como Jesús reitera y defiende la recta observancia del sábado. El príncipe de la sinagoga en la cual fue curada la enferma, acusó a ésta de haber quebrantado el sábado; y dio así lugar a que nuestro Señor le dirigiese una reprensión severa pero justa: «Hipócrita, ¿cada uno de vos no desata en sábado su buey o su asno del pesebre, y le lleva a beber?» Si era permitido atender a las necesidades de los brutos en sábado, cuanto más no debía serlo atender a los de los seres racionales. Si tratando bien a los bueyes y asnos no se violaba la santidad del sábado, mucho menos se violaría con un acto de caridad hacia una hija de Abrahán.
Nuestro Señor sienta este mismo principio en otras partes del Evangelio. El nos enseña que con el mandamiento de abstenerse de hacer algo obra alguna en el día de sábado no se quiso excluir en manera alguna las obras de misericordia. El sábado fue creado para provecho del hombre, no para su daño; para promover su más alta dicha y no para privarlo de cosa alguna que real y verdaderamente redundase en bien suyo. No exige nada que no se encuentre dentro de los límites de la justicia y de la prudencia.
Pidamos a Dios que nos ayude a comprender que deberes surgen del precepto respecto del sábado. De todos los mandamientos que Dios ha dado no hay uno que sea tan esencial como éste para la felicidad del hombre; y, por otra parte, no hay tampoco uno que sea tan mal comprendido que se viole y menosprecie tanto. Establezcamos, como guía, dos reglas para la observancia del sábado: primera, no hacer obra alguna que no sea absolutamente necesaria, segunda, santificar el día y dedicarlo a Dios. No nos desviemos jamás de estas reglas. La experiencia ha demostrado que hay una relación o correspondencia muy íntimas entre la observancia del sábado y la piedad cristiana.
Lucas 13:18-21
Hay algo señaladamente interesante en las parábolas que contienen estos versículos. Dos veces fueron pronunciadas por nuestro Señor, y en dos ocasiones distintas. Este hecho solo bastaría para hacernos fijar más seriamente la atención en lo que enseñan. Encierran un caudal de verdades experimentales y proféticas.
La parábola del grano de mostaza simboliza el progreso que el Evangelio hace en el mundo.
Los comienzos del Evangelio fueron muy humildes como los del grano de mostaza arrojado en el huerto. Al principio el cristianismo parecía ser una religión tan débil, desdeñada e impotente, que no podía existir por mucho tiempo. Su fundador vivió como pobre en el mundo y murió como un malhechor en la cruz. El número de sus primeros prosélitos era muy reducido, quizá no pasaba de mil cuando nuestro Señor dejó el mundo. Los primeros predicadores eran pescadores y publicanos, y casi todos ignorantes e iliteratos. El lugar donde estos empezaron su misión en un país despreciado, llamado Judea, pequeña provincia tributaria del vasto imperio romano. La principal doctrina iba sin duda a despertar el odio del corazón depravado: «Cristo crucificado era escándalo para los judíos, en insensatez para los griegos.» Sus primeros pasos atrajeron sobre los discípulos persecución de todas partes. Fariseos y saduceos; judíos y gentiles; idólatras ignorantes y filósofos altaneros todos estaban de acuerdo en el odio y la oposición al cristianismo. En todas partes se hablaba contra la nueva secta. Y entiéndase que estas no son meras aserciones sin fundamento alguno, sino hechos históricos que nadie puede negar. La religión del Evangelio empezó, a la verdad, como un grano de mostaza.
Pero el progreso del Evangelio, después que la semilla fue arrojada en la tierra, fue grande y no interrumpido. «El grano de mostaza creció y se hizo un árbol.» A despecho de la persecución, la oposición y la violencia, el cristianismo prosperó y se difundió gradualmente. Año tras año el número de los fieles se iba aumentando. Año tras año la idolatría desapareciera a su paso. De ciudad en ciudad, de nación en nación la nueva fe era proclamada y recibida. De lugar en lugar, en casi todo el mundo conocido, se formaban iglesias. Acá un predicador, allá un misionero se presentaban a reemplazar los que morían.