Es mayor honra para la Virgen María que Cristo morara en su corazón por medio de la fe, que haber sido su madre y haberlo recostado en su seno. Nosotros no aceptamos de muy buen grado verdades como estas. Nos figuramos que haber visto a Cristo, haberlo oído, haber vivido cerca de él, y haber sido pariente suyo, habría tenido un efecto poderoso en nuestras almas. Por naturaleza estamos inclinados a darle mucha importancia a la religión de la vista, del oído y del tacto.
Nos gusta mucho más una religión material, tangible, que podamos percibir por los sentidos, que la religión de la fe; y necesitamos que se nos recuerde que ver no siempre es creer. Millares de hombres hubo que vieron a Cristo cuando habitó sobre la tierra, y que sin embargo permanecieron asidos de sus pecados. Aun sus hermanos «no creyeron en él» al principio Joh_7:5. Un conocimiento de Cristo meramente carnal no salva a nadie. Las siguientes palabras de Pablo son muy instructivas: «Y si aun a Cristo conocimos según la carne, ahora empero ya no lo conocemos más.» 2Co_5:16.
Las palabras ya citadas de nuestro Señor Jesucristo nos enseñan que los privilegios más elevados a que pueda aspirar el alma están cerca de nosotros y a nuestro alcance, con la sola condición de creer. No hay para que abrigar el vano deseo de haber vivido cerca de Capernaúm, o junto a la casa de José en Nazaret. Ni hay para que pensar que habríamos sentido un amor más profundo y una devoción más completa, si en efecto hubiéremos estrechado su mano u oído su voz; o si hubiéramos sido contados en el número de sus parientes. Nada de esto nos habría sido de tanto provecho entonces como una fe sencilla puede sernos ahora. ¿Oímos la voz de Cristo y lo seguimos? Lo aceptamos como a nuestro único Salvador y a nuestro único Protector y, abandonando toda otra esperanza, nos acogemos a El. Si esto fuere así, nada nos faltará. Ni necesitamos de un privilegio más alto, ni podemos obtenerlo hasta que Cristo venga al mundo por segunda vez. Ninguno puede ser más querido para Cristo que el creyente. También es de notarse en estos versículos cuan grande era la incredulidad de los Judíos en la época en que nuestro Señor vivió sobre la tierra. Se nos dice que aunque se agolpaban a oír predicar a nuestro Señor, todavía decían que aguardaban una señal; Parece que querían mayores pruebas para poder creer, y nuestro Señor dijo que la reina de Sabá y los ninivitas harían ruborizar a los Judíos en el último día. La reina de Sabá tenia una fe tan grande que viajó una gran distancia para oír los sabios discursos de Salomón. Y sin embargo, Salomón con toda su sabiduría era un rey imperfecto y falible. Los ninivitas tenían tal fe que creyeron el mensaje que Jonás les trajo por mandato de Dios, y se arrepintieron. Y, con todo, Jonás era un profeta débil y voluble. Los judíos que fueron contemporáneos de nuestro Señor, gozaban do mayor luz intelectual y de enseñanzas más claras de las que podían comunicar Salomón o Jonás. Ellos tenían en su seno al Rey do reyes, a un profeta mayor que Moisés. Y con todo ni se arrepintieron ni creyeron.
No debemos sorprendernos si vemos que abunda la incredulidad, tanto en la iglesia como fuera de ella. Lejos de maravillarnos de que haya habido hombres como Paine, Hobbes, Rousseau y Voltaire, debemos admirarnos de que su número haya sido tan reducido. Lejos de maravillarnos de que la mayor parte de los cristianos que han hecho profesión de fe no se conmuevan ni enternezcan cuando oyen predicar el Evangelio, debemos maravillarnos de que haya algunos que crean algo, ¿Por qué hemos de extrañar que esa antigua enfermedad que empezó con Adán y Eva inficione a todos sus hijos? ¿Qué razón tenemos para querer ver más fe hoy que en los días de Jesús? Tanta incredulidad y endurecimiento como presenciamos todos los días pueden causarnos pena y dolor, pero no deben sorprendernos.
Rindamos gracias a Dios si hemos recibido el don de la fe. Es un gran consuelo y un gran bien creer en toda la Biblia.
Nosotros no nos formamos ni una idea aproximada de la corrupción de la naturaleza humana. Nosotros no percibimos toda la gravedad del mal que aflige a los hijos de Adán, ni sabemos cuan pocos son los que se salvan. ¿Tenemos fe, aunque sea débil y pequeña? Demos gracias a Dios por ese bien. ¿Quiénes somos nosotros para que Dios nos haya favorecido así? Velemos para no caer en la incredulidad. Aun después de que el árbol haya sido cortado, machas veces queda dentro de nosotros la raíz. Guardemos la fe con santo celo. Es el escudo del alma. Es la virtud que Satanás se empeña más en destruir. Acojámosla con ardor. ¡Bienaventurados los que creen!
Notemos por último, que nuestro Señor Jesucristo reafirma la verdad de la resurrección y de la vida venidera. Menciona a la reina austro, cuya morada y cuyo nombre nos son desconocidos, y dice que se levantará en juicio. Menciona también a los Ninivitas, pueblo que ha desaparecido, y dice asimismo de ellos: «Se levantarán en juicio..
Hay algo sobre manera solemne é instructivo en estas palabras. Nos recuerdan que este mundo no lo comprende todo; y que la presente no es la vida que debe preferentemente ocupar nuestros pensamientos. Los reyes de la antigüedad resucitarán algún día y tendrán que presentarse ante el tribunal de Dios. Las muchedumbres inmensas que en otros tiempos se agolparon a los palacios de Nínive, han de salir de sus sepulcros a dar cuenta de sus obras. A nosotros nos parece que han desaparecido para siempre. Llenos de admiración leemos descripciones de sus salones vacíos, y hablado ellos como si hubieran perecido del todo. Sus habitaciones se encuentran desiertas; sus cadáveres se han convertido en polvo; mas, para Dios, todos ellos viven todavía. La reina del Austro y los Ninivitas resucitarán algún día. Todavía podremos vernos cara a cara.
Que esa realidad que se llama la resurrección esté siempre fija en nuestra mente. Que la vida futura ocupe constantemente nuestro pensamiento. No vayamos a creer que todo acaba cuando el hombre exhala el último suspiro, y el sepulcro recibe el cadáver.