(i) El Cristianismo no consiste en cumplir normas y reglas. Vamos a referirnos a un asunto parecido al de este pasaje evangélico. La observancia del Día del Señor -es lo que quiere decir la palabra domingo- es importante; pero si el Cristianismo consistiera en no trabajar e ir a misa o al culto el domingo, rezar o leer la Biblia y abstenerse de ciertas cosas, ser cristiano sería muy fácil. Siempre que nos olvidamos del amor y del perdón y del servicio y de la misericordia que son el corazón del Cristianismo, y los sustituimos por el cumplimiento de reglas y normas, el Cristianismo ha perdido su esencia. Cristianismo siempre ha consistido mucho más en hacer cosas que en abstenerse de hacer cosas.
(ii) La primera obligación es la de atender a la necesidad humana. Es perfectamente legal en el Día del Señor el cumplimiento del deber y la práctica de las buenas obras y misericordia. Si la religiosidad de una persona no la mueve a ayudar a los que están en necesidad, su religión no merece nombre. La gente importa más que los sistemas; las persona son mucho más importantes que el ritual; la mejor manera honrar a Dios es ayudar a nuestros semejantes.
(iii) La mejor manera de usar las cosas santas es usarlas para ayudar a nuestros semejantes necesitados. En realidad, esa es, la única manera de dedicarle las cosas a Dios.
Una de las historias más encantadoras es la de El Cuarto Rey Mago. Se llamaba Artabán. Había decidido seguir la estrella, y llevaba un zafiro, un rubí y una perla de precio incalculable como regalos para el Rey. Iba cabalgando a toda prisa para encontrarse en el lugar convenido con sus, tres amigos Melchor, Gaspar y Baltasar. Iba con el tiempo justo; le dejarían atrás si llegaba tarde. Pero de pronto vio una figura confusa en el suelo por delante de él. Era otro viajero, que había contraído unas fiebres. Si Artabán se detenía a ayudarle, perdería a sus amigos. Y se detuvo a ayudar al necesitado hasta que se puso bueno. Pero ahora estaba solo. Necesitaba camellos y mozos que le ayudaran a cruzar el desierto, porque había perdido a sus amigos y su caravana. Tuvo que vender el zafiro para cubrir sus necesidades; Le dio pena que esa preciosa joya no fuera para su Rey. Siguió su viaje, y a su debido tiempo llegó a Belén; pero de nuevo era demasiado tarde. José y María y el Niño se habían ido. Entonces llegaron los soldados para cumplir las crueles órdenes de Herodes y matar a todos los niños. Artabán estaba en una casa en la que había un niño. Los soldados llegaron a la puerta. Se oía a las otras madres llorar su desconsuelo. Artabán se puso a la puerta, alto y oscuro de piel como era, con el rubí en la mano, y sobornó al capitán para que no entrara. Así se salvó el niño de la casa, y la madre estaba gozosa; pero Artabán ya no tenía el rubí para su Rey. Durante años vagó por todas partes buscando en vano a su Rey. Más de treinta años después llegó a Jerusalén. Había una crucifixión aquel día. Cuando Artabán se enteró de que era a Jesús al Que iban a crucificar, comprendió que era su Rey, y se dirigió a toda prisa al Calvario. Podría ser que su perla, la más maravillosa del mundo, pudiera comprar la vida del Rey. Calle abajo corría una joven huyendo de un grupo de soldados. «¡Mi padre tiene deudas -gritaba-, y me van a vender como esclava para pagarlas! ¡Sálvame!» Artabán vaciló un instante; pero en seguida sacó la perla, y se la dio a los soldados para comprar la libertad de la joven. De pronto los cielos se oscurecieron. Hubo un terremoto, y una piedra volante le golpeó a Artabán en la cabeza. Cayó medio inconsciente en el suelo, y la chica le sujetó la cabeza en su regazo. De pronto, él empezó a mover los labios: «No, Señor, ese no puedo ser yo; porque ¿cuándo Te he visto hambriento y te he dado de comer? ¿O sediento y Te he dado de beber? ¿Cuándo Te he recibido cuando eras forastero? ¿O desnudo y Te he vestido? ¿Cuándo he sabido que estabas en la cárcel y he ido a visitarte? Llevaba treinta y tres años buscándote; pero no había visto nunca Tu rostro, ni Te he prestado ningún servicio, mi Rey.» Y entonces se oyó una voz, como un susurro que llegara de muy lejos: « De cierto te digo, que en cuanto lo has hecho con Mis hermanos necesitados, Me lo has hecho a Mí.» Y Artabán sonrió al morir, porque supo que el Rey había recibido sus dones. La mejor manera de consagrarle cosas a Dios es usándolas para ayudar a los necesitados. Se ha sabido de niños a los que no se permitía entrar en una iglesia porque era un monumento y estaba llena de cosas valiosas. Desgraciadamente puede que una iglesia esté más preocupada por la solemnidad de su ritual que de ayudar a los humildes y aliviar a los pobres. Pero las cosas realmente sagradas se deben usar para remediar el dolo y la necesidad. Los panes de la proposición no fueron nunca tan sagrados como cuando se usaron para alimentar a unos hambrientos. El sábado no fue nunca tan sagrado como cuando se usó para ayudar a los necesitados. El árbitro final acerca de uso de todas las cosas es el amor y no la ley.