Llevan a Jesús para ser crucificado

Cuando salían, hallaron a un hombre de Cirene que se llamaba Simón, padre de Alejandro y de Rufo, que venía del campo; a éste obligaron a que llevase la cruz. Y le seguía gran multitud del pueblo, y de mujeres que lloraban y hacían lamentación por él. Pero Jesús, vuelto hacia ellas, les dijo: Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, sino llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos. Porque he aquí vendrán días en que dirán: Bienaventuradas las estériles, y los vientres que no concibieron, y los pechos que no criaron. Entonces comenzarán a decir a los montes: Caed sobre nosotros; y a los collados: Cubridnos. Porque si en el árbol verde hacen estas cosas, ¿en el seco, qué no se hará? Y cuando llegaron a un lugar llamado Gólgota, que significa: Lugar de la Calavera, le dieron a beber vinagre mezclado con hiel; pero después de haberlo probado, no quiso beberlo. Cuando le hubieron crucificado, repartieron entre sí sus vestidos, echando suertes sobre ellos para ver qué se llevaría cada uno. Mateo 27: 32-34; Marcos 15: 21-24; Lucas 23: 26-31; Juan 19: 17

La historia de la crucifixión no necesita comentario; todo su poder reside sencillamente en contarla. Lo único que podemos hacer es pintar su trasfondo para que el cuadro aparezca lo más claro posible.

Cuando se había condenado a un criminal, se le conducía al lugar de la crucifixión. Se le colocaba entre cuatro soldados romanos. Era costumbre que llevara el travesaño de su propia cruz; el madero vertical le estaba esperando en el lugar de la ejecución. El crimen por el que se le ejecutaba estaba escrito en un tablero; lo llevaba el reo colgado al cuello, o lo exponía el oficial que iba al frente de la procesión; más tarde se colocaba sobre la misma cruz. Al criminal se le conducía a la muerte por un camino lo más largo posible para que pudieran verle y escarmentar en él los más posibles.

Jesús ya había pasado los terribles azotes; después, había soportado las burlas de los soldados; antes de todo eso, le habían estado interrogando casi toda la noche; estaba, por tanto, físicamente agotado, y vacilaba bajo el peso de la Cruz. Los soldados romanos sabían muy bien lo que podían hacer en tales circunstancias. Palestina era una tierra ocupada; todo lo que un oficial tenía que hacer era tocarle el hombro con lo plano de su lanza a un judío para confiscarle para el servicio que fuera, y este tenía que realizar cualquier tarea, por muy humillante y desagradable que fuera. Hacia la ciudad, de una de las aldeas próximas, llegaba entonces, un hombre de la lejana Cirene, en el Norte de África, que se llamaba Simón. Puede que se hubiera pasado años economizando y ahorrando para celebrar una Pascua en Jerusalén -y ahora le correspondía asumir esta terrible indignidad y vergüenza, porque se le obligaba a llevar la Cruz de Jesús. Cuando Marcos nos cuenta este episodio, identifica a Simón como «el padre de Alejandro y de Rufo» (Marcos 15:21). tal identificación solo puede querer decir que Alejandro y Rufo eran conocidos en la Iglesia. Y puede ser que aquel día terrible, Jesús tomó posesión del corazón de Simón. Que aquello que le había parecido a Simón la mayor vergüenza llegó a ser para él su mayor gloria.

El lugar de la crucifixión fue una colina llamada Gólgota, porque tenía la forma de una calavera. Cuando se llegaba al lugar de la ejecución, al criminal se le colgaba de la cruz. Se le clavaban las manos al travesaño, pero lo corriente era que se le ataran los pies a la cruz. En ese momento, para matar un poco el dolor, se le daba al criminal un vino drogado, preparado por un grupo de mujeres ricas de Jerusalén como obra de misericordia. Un escritor judío escribe: «Cuando se saca a un hombre para matarle, le permiten beber un grano de incienso en una copa de vino para amortiguar sus sentidos… Mujeres ricas de Jerusalén solían aportar estas cosas y ofrecerlas.» La copa drogada se le ofreció a Jesús, pero Él no quiso beberla porque estaba decidido a acatar la muerte en todo su horror y amargura, sin evitar ninguna partícula de dolor.

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