Al acercase la medianoche del 31 de julio de 1838, William Knibb reunió a diez mil esclavos en la isla de Jamaica para celebrar el Acto de Emancipación que tomaría efecto el día siguiente.
Llenaron un inmenso ataúd de látigos, hierros de marcar, esposas y otros símbolos de servidumbre. A la primera campanada de la medianoche, Knibb gritó: «¡El monstruo se está muriendo!» Al sonar la última campanada gritó: «¡El monstruo está muerto!
¡Enterrémoslo!» Cerraron el ataúd, lo bajaron a una tumba de dos metros y lo taparon, enterrando así para siempre los ultimos vestigios de su horrenda esclavitud. A una voz, diez mil gargantas afónicas celebraron la libertad humana.
Ese mismo sentimiento de liberación de la opresión es una nota dominante en la experiencia cristiana de la salvación. El Nuevo Testamento parece una larga proclamación de emancipación. En sus páginas se puede oír el doblar de las campanas que anuncia una nueva era en la cual las cadenas de la esclavitud al pecado se están rompiendo y el monstruo que ha estado encadenado a la humanidad se está empezando a morir. La palabra redención recoge este sentimiento gozoso de liberación del cautiverio del pecado.
El término traduce dos familias de palabras griegas que significan
- «liberar o soltar a alguien», como de una prisión, y
- «pagar un rescate», como al comprar la libertad de un esclavo.
Las imágenes vívidas que se agrupan en torno a este concepto en las Escrituras sugieren muchas cosas acerca de la naturaleza de la salvación.