John Nathan Ford, niño negro del barrio de Harlem de Nueva York, salió a jugar al balcón. Todavía con sólo cuatro años de edad no se daba cuenta de las diferencias de color. Jugando se cayó del balcón. Quizá por un mareo, o de debilidad, o de descuido, el niño cayó desde un sexto piso.
Su madre, Dorothy Ford, hizo donación del pequeño corazón de John Nathan, para que fuera implantado en el pecho de James Preston Lovette, niño blanco también de cuatro años de edad.
El niño negro, muerto en medio de la miseria, seguirá viviendo, aunque sólo sea su corazón, dentro de un niño blanco, rico y afortunado.
Amigo, ¡cuántas reflexiones podemos sacar de esta patética noticia! La primera es que no importa de qué color es la piel del individuo, si negra, blanca, amarilla, cobriza o aceitunada: los corazones siempre son rojos.
La verdad es que debajo de un par de milímetros de piel, todos los seres humanos nos parecemos. Todos tenemos la misma composición molecular y química. Todos tenemos los mismos rasgos psicológicos básicos. Todos tenemos las mismas necesidades físicas, y las mismas reacciones morales y sentimentales. La segunda reflexión es: ¿qué va a pensar el niño blanco cuando más adelante sepa que lleva en su pecho el corazón de un negro? ¿Se sentirá humillado, menoscabado, acomplejado, deprimido? O, ¿ese corazón negro que le ayuda a vivir le dará una visión de amor y comprensión universal?
Sea cual fuere su reacción cuando conozca el caso, el hecho sigue estando allí. La muerte accidental de un negrito sirvió para que él pudiera seguir viviendo. Y sea racista o no, el hecho permanecerá inalterable: un corazón de negro seguirá bombeando sangre de blanco.
Cristo Jesús, con piel de judío, murió no accidentalmente en una cruz. Su corazón fue traspasado por nosotros y su sangre, sangre judía, fue derramada íntegramente para redimir a todos los hombres, de cualquier color, raza, nacionalidad y religión y condición social.