Había una vez una lámpara líder que organizó una fiesta para todas las lámparas de la región. Fueron todas vestidas con sus respectivas pantallas retocadas y adornadas como todas las lamparas.
En un momento determinado una pobre vela entro tímidamente en la sala y hubo una súbita amenaza de cortocircuito que afectó a algunas lamparas que empezaron a brillar un poco menos. Poco a poco la lámpara líder fue aceptando la presencia de la velita en el inmenso salón de fiestas. Resolvió hacer poco caso de ella y llamó a sus compañeras para que se acercaran a fin de que pudieran oír lo que la velita, sin pantalla, sebacea, tenía que decir.
—¿Quién es usted? — preguntó la lámpara líder.
— Una vela, como usted ve… Respondió la pobre velita.
— Eso lo sabemos. Pero, ¿qué hace usted?
—Yo tengo luz independiente, que sin embargo también la recibo de otra fuente. Soy símbolo de fe; a pesar de que ustedes son más fuertes que yo, no llevo pantalla, porque sé que mi vida es efímera, mi luz nace de dentro de mí, oscila y mi patrón vuelve a encenderme sin necesitar mucha ayuda, soy tan peligrosa como usted, pero no origino tantas catástrofes; una criatura puede usarme pero me respeta más que a usted, voy disminuyendo mientras más ilumino. Valgo mucho a los ojos de los hombres que, aunque me abandonan en cualquier esquina, cuando no consiguen encender a ustedes, recurren a mí y entonces brillo con más intensidad.
Las lámparas no lograban contener la risa histérica frente a aquel espectáculo de inferioridad. Súbitamente hubo un malestar general en todas y se fueron apagando, gritando en demanda de socorro, hasta que la sala quedo a oscuras. Sólo quedó la velita que acompañó al electricista para el trabajo de reparación.
Cuando las lámparas volvieron en sí y se reunieron para pedir disculpas a la velita, esta ya era un puñadito de cera dando el último suspiro. Había dado la vida para que sus amigas más fuertes pudieran continuar la fiesta.