En el año 161, el gobierno del Imperio recayó sobre Marco Aurelio, quien había sido adoptado años antes por su predecesor, Antonino Pío. Marco Aurelio fue sin lugar a dudas una de las más preclaras luces del ocaso romano. No fue él, como Nerón y Domiciano, un hombre enamorado del poder y la vanagloria, sino un espíritu culto y refinado que dejó tras de sí una colección de Meditaciones, escritas sólo para su uso privado, que son una de las joyas literarias de la época. En esas Meditaciones Marco Aurelio muestra algunos de los ideales con los que trató de gobernar su vasto imperio: Intenta a cada momento, como romano y como hombre, hacer lo que tienes delante con dignidad perfecta y sencilla, y con bondad, libertad y justicia. Trata de olvidar todo lo demás. Y podrás olvidarlo, si emprendes cada acción de tu vida como si fuera la última, dejando a un lado toda negligencia y toda la resistencia de las pasiones contra los dictados de la razón, y dejando también toda hipocresía, y egoísmo, y rebeldía contra la suerte que te ha tocado (Meditaciones, 2:5). Bajo tal emperador, podría suponerse que los cristianos gozarían de un período de relativa paz. Marco Aurelio no era un Nerón ni un Domiciano. Y sin embargo, el mismo emperador que se expresaba en términos tan elevados acerca de sus deberes de gobernante desató también una fuerte persecución contra los cristianos. Marco Aurelio era hijo de su época, y como tal veía a los cristianos. En la única referencia al cristianismo que aparece en sus Meditaciones, el emperador filósofo alaba aquellas almas que están dispuestas a abandonar el cuerpo cuando sea necesario, pero luego sigue diciendo que tal disposición ha de ser producto de la razón, “y no de terquedad, como en el caso de los cristianos” (Meditaciones, 11. 3). Además, también como hijo de su época, el filósofo que alababa sobre todo el uso de la razón era en extremo supersticioso. A cada paso pedía ayuda y dirección de sus adivinos, y ordenaba que los sacerdotes ofrecieran sacrificios por el buen éxito de cada empresa. Durante los primeros años de su reinado, las invasiones, inundaciones, epidemias y otros desastres parecían sucederse unos a otros sin tregua alguna.
Pronto corrió la voz de que todo esto se debía a los cristianos, que habían atraído sobre el Imperio la ira de los dioses, y se desató entonces la persecución. No tenemos indicios de que Marco Aurelio haya pensado que de veras los cristianos tenían la culpa de lo que estaba sucediendo; pero todo parece indicar que le prestó su apoyo a la nueva ola de persecución, y que veía con buenos ojos este intento de regresar al culto de los antiguos dioses. Quizá, al igual que Plinio años antes, Marco Aurelio pensaba que era necesario castigar a los cristianos, si no por sus crímenes, al menos por su obstinación. En todo caso, tenemos informes bastante detallados de varios martirios que ocurrieron bajo el gobierno de Marco Aurelio. Uno de estos martirios fue el de la viuda Felicidad y sus siete hijos. En esa época se acostumbraba en la iglesia que aquellas mujeres que quedaban viudas, y que así lo deseaban, se consagraran por entero al trabajo de la iglesia, que a su vez las mantenía. Esto se hacía, entre otras razones, porque en esa sociedad era muy difícil para una viuda pobre sostenerse a sí misma, y también porque si tal viuda se casaba con un pagano podía perder mucha de su libertad para actuar en el servicio del Señor. La obra de Felicidad era tal que los sacerdotes paganos decidieron impedirla, y con ese propósito la acusaron ante las autoridades, juntamente con sus siete hijos. Cuando el prefecto de la ciudad trató de convencerla, primero con promesas y luego con amenazas, Felicidad le contestó que estaba perdiendo el tiempo, pues “viva, te venceré; y si me matas, en mi propia muerte te venceré todavía mejor”. El prefecto entonces trató de convencer a los hijos de Felicidad. Pero ella les exhortó a que permanecieran firmes, y ni uno solo de ellos vaciló ante las promesas y las amenazas del prefecto. Por fin, las actas de los interrogatorios fueron enviadas a Marco Aurelio, quien ordenó que diversos jueces pronunciaran sentencia, a fin de que estos obstinados cristianos sufrieran distintos suplicios.
Otro de los mártires de esta época fue Justino, uno de los más distinguidos pensadores cristianos, a quien hemos de referirnos de nuevo en el próximo capítulo. Justino tenía una escuela en Roma, donde enseñaba lo que él llamaba “la verdadera filosofía”, es decir, el cristianismo. El filósofo cínico Crescente le retó a un debate del que el cristiano salió a todas luces vencedor, y al parecer Crescente tomó venganza acusando a su adversario ante los tribunales. En todo caso, en el año 163 Justino y seis de sus discípulos fueron llevados ante el prefecto Junio Rústico, quien había sido uno de los maestros de filosofía del emperador. En este caso, como en tantos otros, el juez trató de convencer a los cristianos acerca de la necedad de su fe. Pero Justino le contestó que, tras haber estudiado toda clase de doctrinas, había llegado a la conclusión de que la cristiana era la verdadera, y que por tanto no estaba dispuesto a abandonarla. Cuando, como era costumbre, el juez les amenazó de muerte, ellos le contestaron que su más ardiente deseo era sufrir por amor de Jesucristo, y que por tanto si el juez les mataba les haría un gran favor. Ante tal respuesta, el prefecto ordenó que fueran llevados al lugar del suplicio, donde primero se les azotó y luego fueron decapitados. Por último, como ejemplo de la suerte de los cristianos bajo el régimen de Marco Aurelio, debemos mencionar la carta que las iglesias de Lión y Viena, en la Galia, les enviaron en el año 177 a sus hermanos de Frigia y Asia Menor. Al principio la persecución en esas dos ciudades parece haberse limitado a prohibiciones que les impedían a los cristianos presentarse en lugares públicos. Después la plebe comenzó a seguirles por las calles, insultándoles, golpeándoles y apedreándoles. Por fin varios de ellos fueron presos y llevados ante el gobernador para ser juzgados. En ese momento uno de entre la multitud, Vetio Epágato, se ofreció a defender a los acusados, y cuando el gobernador le preguntó si era cristiano y él respondió afirmativamente, sin permitirle decir una palabra más, el gobernador ordenó que se le añadiera al grupo de los acusados. La persecución había caído sobre estas dos ciudades inesperadamente, “como un relámpago”, y por tanto no todos estaban listos para enfrentarse al martirio. Según nos cuenta la carta que estamos citando, alrededor de diez fueron débiles y “salieron del vientre de la iglesia como abortos”.
Los demás, sin embargo, se mostraron firmes, al mismo tiempo que tanto el gobernador como el pueblo se indignaban cada vez más contra ellos. De boca en boca corrían rumores acerca de las horribles prácticas de los cristianos, rumores sobre los que hemos de hablar en el próximo capítulo. En vista de su obstinación, y probablemente para ganarse la simpatía del pueblo, el gobernador hizo torturar a los acusados. Un tal Santo se limitó a responder: “soy cristiano”, y mientras más le torturaban y más preguntas le hacían, más firme se mostraba en no decir otra palabra. La cárcel estaba tan llena de prisioneros, que muchos murieron asfixiados antes que los verdugos pudieran aplicarles la pena de muerte. Algunos de los que antes habían negado su fe, al ver a sus hermanos tan valerosos en medio de tantas pruebas, volvieron a su antigua confesión y murieron también como mártires. Pero la más destacada de todos estos mártires fue Blandina, una mujer débil por quien temían sus hermanos. Cuando le llegó el momento de ser torturada, mostró tal resistencia que los verdugos tenían que turnarse. Cuando varios de los mártires fueron llevados al circo, Blandina fue colgada de un madero en medio de ellos y desde allí les alentaba. Como las fieras no la atacaron, los guardias la llevaron de nuevo a la cárcel. Por fin, el día de tan cruentos espectáculos, Blandina fue torturada en público de diversas maneras. Primero la azotaron; después la hicieron morder por fieras; acto seguido la sentaron en una silla de hierro candente; y a la postre la encerraron en una red e hicieron que un toro bravo la corneara. Como en medio de tales tormentos Bandina seguía firme en su fe, por fin las autoridades ordenaron que fuese degollada. Estos no son sino unos pocos ejemplos de los muchos martirios que tuvieron lugar en época de Marco Aurelio. Hay otros que nos son conocidos, y que pudiéramos haber narrado aquí. Pero sobre todo hubo muchos otros de los cuales la historia no ha dejado rastro, pero que indudablemente se encuentran indeleblemente impresos en el libro de la vida.
Hacia el fin del siglo segundo
Marco Aurelio murió en el año 180, y le sucedió Cómodo, quien había gobernado juntamente con Marco Aurelio a partir del 172. Al parecer, la tempestad amainó bajo el nuevo emperador, aunque siempre continuaron los martirios esporádicos. A la muerte de Cómodo, siguió un período de guerra civil, y los cristianos gozaron de relativa paz. Por fin, en el año 193, Septimio Severo se adueñó del poder. Al principio de su gobierno continuó la relativa paz de la iglesia, pero a la postre el nuevo emperador se unió a la larga lista de gobernantes que persiguieron al cristianismo. Sin embargo, puesto que tales acontecimientos tuvieron lugar en el siglo tercero, hemos de reservarlos para un capítulo posterior en nuestra narración.
En resumen, a través de todo el siglo segundo la posición de los cristianos fue precaria. No siempre se les perseguía. Y muchas veces se les perseguía en unas regiones del Imperio y no en otras. Todo dependía de las circunstancias del momento y del lugar. En particular, era cuestión de que hubiese o no quien les tuviese suficiente odio a los cristianos para delatarles ante los tribunales. Por tanto, la tarea de desmentir los rumores que circulaban acerca de los cristianos, y presentar la nueva fe del mejor modo posible, era cuestión de vida o muerte. A esa tarea se dedicaron algunos de los mejores pensadores con que la iglesia contaba.