Probablemente ningún extranjero ejerció un mayor liderazgo sobre las gentes de Shaohsing, en la China, a principios del siglo veinte, que el doctor Claude H. Barlow. Este misionero médico, que fue hombre modesto, fue la personificación del dominio propio.
Una extraña enfermedad, cuya cura desconocía, estaba matando a las gentes y no disponía de un laboratorio en el cual poder realizar investigaciones. El doctor Barlow llenó su cuaderno de notas con observaciones acerca de las peculiaridades de la enfermedad en cientos de casos. Entonces, habiéndose apoderado de una pequeña probeta que contenía los microbios de la enfermedad, navegó hacia los Estados Unidos. Poco antes de llegar, depositó los gérmenes en su propio cuerpo y fue rápidamente al hospital de la Universidad John Hopkins, donde había estudiado.
Claude Barlow estaba muy enfermo, de manera que se puso en manos de los que habían sido sus maestros, ofreciéndose como conejillo de Indias, para que ellos estudiasen y experimentasen sobre su persona. Encontraron la cura y el joven médico se recuperó Regresó de nuevo en barco a la China con el tratamiento científico que curaría aquella plaga y logró salvar la vida a multitudes enteras
Cuando le preguntaron acerca de su experiencia, el doctor Barlow—contestó sencillamente: «Cualquiera hubiera hecho lo mismo. Por casualidad me encontré en la situación idónea y tuve oportunidad de ofrecer mi cuerpo.» ¡Qué tremenda humildad! ¡Qué gran amor el suyo!
No es de extrañar, por lo tanto, que las multitudes siguiesen el liderazgo de Barlow a su regreso. Demostró el dominio del amor.
Arriesgó su vida y no digamos su reputación y su futuro ministerio, intentando lo imposible y motivando a otros gracias a su amor que la entrega de todo su ser para beneficio y ayuda de otros. Y la cualidad inigualable de este amor fue su dominio, su control de sí mismo
Es esta clase de liderazgo el que atrae a los seguidores y hace que deseen ir tras el dirigente.