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La Gran Persecución y el Triunfo Final

«No me interesa sino la ley de Dios, que he aprendido. Esa es la ley que obedezco, por la que he de morir, y en la que he de triunfar. Aparte de esa ley, no hay más ninguna.» Télica, mártir

Según dijimos, después de las persecuciones de Decio y Valeriano la iglesia gozó de relativa tranquilidad. Pero a fines del siglo III se desató la última y más terrible de las persecuciones. Reinaba a la sazón Diocleciano, quien había organizado el Imperio en una tetrarquía. Dos emperadores compartían el título de “augusto”: Diocleciano en el Oriente, y Maximiano en el Occidente. Bajo cada uno de ellos había otro emperador con el título de “césar”: Galerio bajo Diocleciano, y Constancio Cloro bajo Maximiano. Debido a la gran habilidad administrativa y política de Diocleciano, esta división de autoridad perduró mientras él retuvo en sus manos las riendas del poder. Su propósito era en parte asegurarse de que la sucesión al trono fuera pacífica, pues cada césar debería suceder a su augusto, y entonces los emperadores restantes nombrarían un nuevo césar. Según veremos más adelante, este sistema funcionó sólo mientras Diocleciano lo administró, pero después dio lugar a disputas de sucesión, usurpaciones y guerras civiles.

Por lo pronto, sin embargo, el Imperio se encontraba en estado de relativa paz y prosperidad. Aparte de las constantes escaramuzas fronterizas, sólo Galerio se vio envuelto en campañas de importancia, primero en las fronteras del Danubio, y luego contra los persas. De los tres emperadores, sólo Galerio parece haber sentido una enemistad profunda hacia el cristianismo. En cuanto a Diocleciano, quien era el gobernante supremo, tanto su esposa Prisca como su hija Valeria eran cristianas. La paz de la iglesia parecía estar asegurada.

Los conflictos parecen haber comenzado en el ejército. La actitud de los cristianos hacia el servicio militar no era uniforme, pues aunque la mayoría de los autores de la época nos dice que los cristianos no deben ser soldados, sabemos por otras fuentes que había gran número de cristianos en el ejército. La razón por la que algunos se oponían al servicio militar no era tanto el pacifismo cristiano como el hecho de que algunas de las ceremonias militares eran de carácter religioso, y por tanto se le hacía muy difícil al soldado cristiano abstenerse de participar en la idolatría. En todo caso, alrededor del año 295 varios cristianos fueron muertos, unos por negarse a ser conscriptos, y otros porque intentaron abandonar el ejército. Ante los ojos de Galerio, esta actitud de los cristianos ante el servicio militar envolvía un serio peligro, pues era posible que en algún momento crítico los cristianos que había en el ejército se negaran a obedecer órdenes. Luego, como una medida necesaria para la moral militar, Galerio convenció a Diocleciano de la necesidad de expulsar a los cristianos de las legiones. El edicto de Diocleciano al efecto no decretaba la pena de muerte, ni otro castigo que la mera expulsión del ejército. Pero en algunos lugares, debido quizá al excesivo celo de los oficiales, se intentó obligar a los soldados cristianos a ofrecer sacrificios ante los dioses, y el resultado de ello fue que hubo algunas ejecuciones, todas ellas en el ejército del Danubio, que estaba bajo las órdenes de Galerio.

A esto se limitó la persecución hasta que Diocleciano se dejó convencer por Galerio, y en el año 303 dictó un nuevo edicto contra los cristianos. Todavía en este edicto Diocleciano se negaba a derramar la sangre de los cristianos, y lo que se ordenaba era que todos los edificios cristianos y los libros sagrados fueran destruidos, y que a los creyentes se les privara de todas sus dignidades y derechos civiles. Al principio, la persecución se limitó a esto. Pero pronto fue recrudeciendo porque muchos de los fieles se negaban a entregar los libros sagrados, y entonces se les torturaba o se les condenaba a muerte. Además, hubo dos incendios misteriosos en el palacio imperial. Galerio acusó a los cristianos de haberlos prendido, diciendo que los incendiarios procuraban vengarse de la destrucción de sus iglesias. Algunos escritores cristianos insinúan que fue el propio Galerio quien ordenó los incendios, para luego culpar a los creyentes.

En todo caso, la furia de Diocleciano no se hizo esperar, y pronto se ordenó que todos los cristianos de la corte tenían que ofrecer sacrificios ante los dioses. Prisca y Valeria sacrificaron, pero el gran chambelán Doroteo y varios otros sufrieron el martirio. En todo el resto del imperio se continuó destruyendo las iglesias y quemando los libros sagrados, excepto en los territorios que pertenecían a Constancio Cloro, quien se limitó a destruir algunas iglesias, pero no insistió en que le fueran entregados los libros.

Poco después hubo algunos disturbios en diversas regiones, y Diocleciano se convenció de que los cristianos conspiraban contra él. Entonces decretó, primero, que todos los jefes de la iglesia fueran encarcelados y, después, que todos los cristianos en todo el Imperio tenían que sacrificar ante los ídolos. Así se desató la más cruenta de cuantas persecuciones sufrió la iglesia antigua. Al igual que en tiempos del emperador Decio, se hacía todo lo posible por incitar a los cristianos a abandonar su fe. Acostumbrados como estaban a la tranquilidad de las décadas anteriores, muchos cristianos sucumbieron ante las amenazas de los jueces. A los demás se les aplicaron torturas de toda suerte, y se les hizo morir en medio de los más diversos suplicios. Otros se ocultaron, muchos de ellos llevando consigo los libros sagrados. Y hasta hubo muchos que cruzaron la frontera y se refugiaron en territorio persa.

En medio de todo esto, Galerio maquinaba el modo de hacerse dueño único del Imperio. En el año 304 Diocleciano enfermó gravemente y, aunque sobrevivió a su enfermedad, quedó sin embargo débil y cansado. Galerio se apresuró a ir a su lado y, primero con dulzura y después con amenazas, le obligó a abdicar. Al mismo tiempo, Galerio había reforzado su ejército, y convenció a Maximiano de que si no abdicaba él también, invadiría sus territorios y se seguiría la guerra civil. Por fin, ambos augustos abdicaron al mismo tiempo, en el año 305. Según se había estipulado anteriormente, Constancio Cloro sucedió a Maximiano, y Galerio a Diocleciano. En la elección de los dos nuevos césares, sin embargo, Galerio obligó a Diocleciano a nombrar a dos personajes ineptos, pero que le eran adictos: Severo bajo Constancio Cloro, y Maximino Daza bajo Galerio. Esta decisión no gozó del apoyo de los soldados, entre quienes eran muy populares los hijos de Constancio Cloro y de Maximiano, Constantino y Majencio respectivamente. El resultado de la ambición de Galerio fue el caos.

Constantino huyó de la corte de Galerio y se unió a su padre, tras cuya muerte las tropas le proclamaron augusto. Majencio se adueñó de Roma, y Severo se vio obligado a suicidarse. Maximiano salió de su retiro y se unió a su hijo Majencio en una alianza inestable que por fin se disolvió. Galerio invadió los territorios de Majencio, pero sus tropas comenzaron a pasarse al bando del enemigo, y tuvo que abandonar la campaña. Por fin no le quedó más remedio a Galerio que acudir a Diocleciano, que en su retiro se había dedicado a cultivar coles. Pero Diocleciano se negó a tomar de nuevo las riendas del estado, y se limitó a presidir sobre una serie de negociaciones cuyo resultado fue nombrar a un nuevo augusto para el Occidente, Licinio. Oficialmente, entonces, había de nuevo dos augustos, Galerio y Licinio, y bajo ellos dos “hijos de augustos”, Constantino y Maximino Daza. Durante todas estas vicisitudes, Constantino había seguido una política cautelosa, al reforzar su posición en las Galias y la Gran Bretaña, e insistir sólo en sus derechos como heredero de Constancio Cloro. Más tarde le llegaría el momento de lanzarse en pos del poder supremo sobre el Imperio.

En medio de todo este caos, la persecución continuó, aunque en el Occidente ni Constantino ni Majencio —quienes eran los dueños efectivos de la mayor parte del territorio— se ocuparon en promoverla. Para ellos, la persecución era política de Galerio, y en medio de todas las pugnas por el poder no se sentían inclinados a cumplir los deseos del rival que había intentado desheredarles. Pero Galerio y su protegido, Maximino Daza, continuaban persiguiendo a los cristianos. Maximino perfeccionó la política de su jefe, pues según nos cuenta el historiador cristiano Eusebio, en los territorios de Maximino lo que se hacía era vaciarles un ojo a los cristianos, o quebrarles una pierna, y entonces enviarles a trabajos forzados en las canteras. Pero aun allí muchos de los condenados formaron nuevas iglesias, y a la postre fueron muertos o deportados de nuevo. Las listas de los mártires fueron haciéndose cada vez más largas, hasta tal punto que se requerirían varios párrafos para mencionar a aquellos cuyos nombres nos han llegado.

Por fin, cuando los cristianos comenzaban a desesperar, la tormenta amainó. Galerio estaba enfermo de muerte, y el 30 de abril del 311 promulgó su famoso edicto de tolerancia:

Entre todas las leyes que hemos promulgado por el bien del estado, hemos intentado restaurar las antiguas leyes y disciplina tradicional de los romanos. En particular hemos procurado que los cristianos, que habían abandonado la religión de sus antepasados, volviesen a la verdad. Porque tal terquedad y locura se habían posesionado de ellos que ni siquiera seguían sus primitivas costumbres, sino que se han hecho sus propias leyes y se han reunido en grupos distintos. Después de la publicación de nuestro edicto, ordenando que todos volviesen a las costumbres antiguas, muchos obedecieron por temor al peligro, y tuvimos que castigar a otros. Pero hay muchos que todavía persisten en sus opiniones, y nos hemos percatado de que no adoran ni sirven a los dioses, ni tampoco a su propio dios. Por lo tanto, movidos por nuestra misericordia a ser benévolos con todos, hemos creído justo extenderles también a ellos nuestro perdón, y permitirles que vuelvan a ser cristianos, y que vuelvan a reunirse en sus asambleas, siempre que no atenten contra el orden público. En otro edicto daremos instrucciones acerca de esto a nuestros magistrados.

A cambio de esta tolerancia nuestra, los cristianos tendrán la obligación de rogarle a su dios por nuestro bienestar, por el bien público y por ellos mismos, a fin de que la república goce de prosperidad y ellos puedan vivir tranquilos.

Tal fue el edicto que puso fin a la más cruenta—y prácticamente la última—de las persecuciones que la iglesia tuvo que sufrir a manos del Imperio Romano. Pronto se abrieron las cárceles y las canteras, y de ellas brotó un torrente humano de gentes lisiadas, tuertas y maltratadas, pero gozosas por lo que era para ellas una intervención directa de lo alto.

Galerio murió cinco días después, y el historiador cristiano Lactancio nos dice que su arrepentimiento llegó demasiado tarde.

El Imperio quedaba en manos de Licinio, Maximino Daza, Constantino y Majencio. Los tres primeros se reconocían entre sí, y consideraban a Majencio como un usurpador. En cuanto a su política hacia los cristianos, Licinio, Constantino y Majencio no les perseguían, mientras que Maximino Daza pronto volvió a desatar la persecución en sus territorios. Pero un gran cambio político estaba a punto de iniciarse, que a la larga pondría fin a todas las persecuciones, aun en los territorios de Maximino Daza. Constantino, que durante todas las pugnas anteriores se había contentado con intervenir sólo mediante la astucia y la diplomacia, se lanzó a una campaña que a la postre le haría dueño absoluto del Imperio. De repente, cuando nadie lo esperaba, Constantino reunió sus ejércitos en Galia, atravesó los Alpes, y marchó sobre Roma, la capital de Majencio. Este último, tomado por sorpresa, no pudo defender sus plazas fuertes, que cayeron rápidamente en manos de Constantino. Todo lo que Majencio pudo hacer fue reunir su ejército en Roma, para allí resistir contra Constantino. Si Majencio hubiera permanecido tras las murallas de Roma, un largo sitio se habría seguido, y quizá la historia hubiera sido otra. Pero Majencio consultó a sus adivinos, y decidió salir al campo de batalla contra Constantino.

Según dos historiadores cristianos que conocieron a Constantino, en vísperas de la batalla éste tuvo una revelación. Uno de estos historiadores, Lactancio, dice que en un sueño Constantino recibió la orden de poner un símbolo cristiano sobre el escudo de sus soldados. El otro, Eusebio, nos dice que la visión apareció en las nubes, junto a las palabras, escritas en el cielo, “vence en esto”. En todo caso, el hecho es que Constantino ordenó que sus soldados emplearan para la batalla del día siguiente el símbolo que se conoce como el labarum, y que consistía en la superposición de dos letras griegas, X y P. Puesto que esas dos letras son las dos primeras letras del nombre de Cristo en griego, el labarum bien podía ser un símbolo cristiano. Algunos historiadores modernos han señalado muchos otros indicios que nos dan a entender que, si bien es posible que ya en esa fecha Constantino se inclinara hacia el cristianismo, todavía seguía adorando al Sol invicto. La realidad es que la conversión de Constantino fue un largo proceso que hemos de narrar en la próxima sección de esta obra.

El labarum de Constantino podía interpretarse como un monograma que consistía en la superposición de P y X, las dos primeras letras del nombre de Cristo en griego XPISTOS.

Pero en todo caso lo importante es que Majencio fue derrotado, y que cuando luchaba sobre el Puente Milvio cayó al río y se ahogó. Constantino quedó entonces dueño de todo el Occidente.

Una vez iniciada su campaña en pos del poder, Constantino marchó con una velocidad vertiginosa. Tras la batalla del Puente Milvio se reunió en Milán con Licinio, con quien selló una alianza. Parte de esta alianza era el acuerdo de que no se perseguiría más a los cristianos, y que se les devolverían sus iglesias, cementerios y otras propiedades que habían sido confiscadas. Este acuerdo, que recibe el título poco exacto de “Edicto de Milán”, se señala frecuentemente como el fin de las persecuciones (313 d.C.), aunque lo cierto es que el edicto de tolerancia de Galerio fue mucho más importante, y que aún después del “Edicto de Milán” Maximino Daza siguió persiguiendo a los cristianos. Por fin, tras una serie de pasos que corresponden a otro capítulo de esta historia, Constantino quedó como el único emperador, y la iglesia gozó de paz en todo el Imperio.

Hasta qué punto esto ha de considerarse como un triunfo, y hasta qué punto fue el comienzo de nuevas dificultades para la iglesia, será el tema principal de nuestra próxima sección. Por lo pronto, señalemos sencillamente el reto enorme a que tenían que enfrentarse ahora aquellos cristianos, que hasta unos pocos meses antes estaban preparándose para el martirio, y que ahora recibían del emperador muestras de una simpatía y un apoyo siempre crecientes. ¿Qué sucedería cuando aquellas gentes, que servían a un carpintero, y cuyos grandes héroes eran pescadores, esclavos y criminales que habían sido condenados por el estado, se vieran rodeadas del boato y el prestigio del poder imperial? ¿Permanecerían firmes en su fe? ¿O resultaría quizá que quienes no se habían dejado amedrentar por las fieras y las torturas sucumbirían ante las tentaciones de la vida muelle y del prestigio social? Estas fueron las preguntas a que tuvieron que enfrentarse los cristianos de las generaciones que siguieron a Constantino.

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