En 1912 el misionero bautista americano Adoniram Judson, marchó a Birmania. Su vida no fue fácil allí. El gobierno del lugar hizo todo lo que pudo para estorbarle en su tarea. Sufrió mucho.
Pasó hambre hasta quedarse en el esqueleto. Fue llevado en cadenas por el desierto hasta el punto de desear la muerte. Sus manos y pies quedaron señalados para siempre por las cadenas.
Cuando al fin fue liberado, fue al rey de Birmania para pedirle permiso para ir a cierta ciudad a predicar.
El rey le respondió: «Estoy dispuesto a que vayan una docena de predicadores, pero no tú. Mi pueblo no responderá fácilmente a la predicación, pero verían las marcas de las cadenas en tus manos y pies y eso sí les convencería.»
Así es con Jesucristo, las marcas de su amor sacrificial tomando nuestro lugar en la cruz nos conmueven y nos convencen.