La avaricia

Un domingo, en Nueva York, un extravagante millonario llamó a uno de sus empleados y le dijo:

— Sobre esta mesa hay un millón de billetes de banco de un dólar. Si puedes contarlos antes de media noche serán tuyos. Son las seis. Hasta mañana.

El empleado permaneció un momento aturdido, con los ojos húmedos ante aquel montón de billetes. Después arremetió contra ellos y comenzó a contar uno, dos, diez, ciento veinte, un paquete, dos paquetes. Respira trabajosamente.

Y allí está con la cabeza baja, con la mirada fija, inmóvil. Las manos únicamente se mueven, van y vienen con la rapidez y regularidad de una máquina.

Las campanas difunden sus alegres sonidos invitando al pueblo a congregarse al templo, pero no las oye. Y van pasando las horas. Ni de comer se acuerda, cuenta y cuenta.

El sol se oculta: ¿dónde estarán sus hijos? ¿Habrán comido? No tiene tiempo para pensar en ellos: cuenta y cuenta siempre.

La noche avanza, las calles están silenciosas, desiertas; la casa envuelta en las sombras del misterio; un criado ha encendido una lámpara y ha colocado un vaso de agua. No se ha fijado en eso. Los ojos se cansan, los nervios se encogen, los músculos de la mano se entorpecen, se aproxima la media noche y él cuenta, cuenta siempre.

El millonario le mira compasivamente; de pronto le agarra las manos gritándole:

— Basta, es medianoche.

El reloj desgrana rápidamente los doce sonidos fatales. El desgraciado estaba a la mitad de su trabajo. Abre horriblemente los ojos desorbitados y muere. Pobre loco que se dejó seducir por el brillo del oro y dominado por la avaricia, en vez de riqueza, encontró engaño y muerte.

Pero abundan en el mundo estos locos que sueñan con enriquecerse. Suena la campana de la iglesia, pero no la oyen, no tienen tiempo para las cosas del alma; tienen que ganar dinero. Los hijos, a causa de sus malos ejemplos, llevan una vida poco edificante, no se percatan de ello; no tienen tiempo; deben ganar dinero.

Dios les invita a su cena con buenas inspiraciones, con avisos, con alguna desgracia; pero no tienen tiempo para aceptar esta invitación. La riqueza es su único bien, su verdadero bien, su eterno bien.

Pero llega el momento de improviso la medianoche; el demonio les mira con satánica mirada y les grita:

— Basta, ha llegado el momento de la muerte. ¡Pobres insensatos!

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