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La autoridad del Hijo de Dios

La muerte y la vida

«Os digo la pura verdad: Está para sonar la hora; y ya ha llegado, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios; y, cuando la oigan, vivirán. Porque, como el Padre tiene vida en Sí mismo, también Le ha dado al Hijo que tenga vida en Sí mismo; y también Le ha dado autoridad para ejercer el proceso del juicio, porque para eso es el Hijo del Hombre. No os sorprendáis de, esto; porque está para sonar la hora cuando todos los que están en las tumbas oirán Su voz, y saldrán; los que hayan obrado el bien saldrán a una resurrección que les dará la vida, mientras que los que hayan obrado indebidamente saldrán a una resurrección que desembocará en el juicio.»

Aquí resaltan las credenciales mesiánicas de Jesús con toda claridad. Él es el Hijo del Hombre; el Que trae la vida y el Que da la vida; el que resucitará a los muertos a la vida y, cuando hayan resucitado, será su Juez. En este pasaje Juan parece usar la palabra muertos en dos sentidos.

(i) La usa refiriéndose a los que están muertos espiritualmente; a ellos les trae Jesús una vida nueva. ¿Qué quiere decir?
(a) Estar muerto espiritualmente es haber dejado de intentar. Es haber llegado a considerar que todas las faltas son inevitables, y todas las virtudes irrealizables. Pero la vida cristiana no puede detenerse; si no va hacia adelante irá hacia atrás, y dejar de intentar es deslizarse hacia la muerte.

(b) Estar muerto espiritualmente es haber dejado de sentir. Hay muchas personas que, en un tiempo, sentían intensamente el pecado, la miseria y el sufrimiento del mundo; pero, poco a poco, se volvieron insensibles. Pueden contemplar el mal sin sentir indignación; la miseria y el sufrimiento, sin sentir la espada del dolor y de la piedad que les atraviesa el corazón. Si ha desaparecido la compasión es que el corazón está muerto.

(c) Estar muerto espiritualmente es haber dejado de pensar. J. Alexander Findlay cita la expresión de un amigo suyo: «Cuando llegas a una conclusión es que estás muerto.» Quería decir que, cuando una persona llega a estar tan cerrada que no puede aceptar ninguna nueva verdad, está mental y espiritualmente muerta. El día que nos abandona el deseo de aprender, el día en que una nueva verdad, nuevos métodos, nuevas ideas se convierten sencillamente en cosas que no nos importan, es que ha llegado el día de nuestra muerte espiritual.

(d) Estar muerto espiritualmente es haber dejado de arrepentirse. El día cuando uno puede pecar en paz es el día de su muerte espiritual; y es fácil deslizarse hacia esa actitud. La primera vez. que hacemos algo indebido, sentimos vergüenza y remordimiento. Si lo hacemos por segunda vez, es más fácil. Si lo hacemos la tercera, más fácil todavía. Y si lo seguimos haciendo, llegamos a un punto en que ni nos damos cuenta. Para evitar la muerte espiritual debemos mantenernos sensibles al pecado manteniéndonos sensibles a la presencia de Jesucristo.

(ii) Juan usa también la palabra muertos en sentido literal. Jesús enseña que habrá una resurrección, y que lo que le suceda a cada uno en el más allá estará inseparablemente unido a lo que haya hecho en esta vida. La tremenda importancia de esta vida es que determina nuestro destino eterno. A lo largo de toda nuestra vida nos estamos capacitando o incapacitando para la vida por venir, capacitándonos o incapacitándonos para vivir en la presencia de Dios. Escogemos, o el camino que conduce a la vida, o el camino que conduce a la muerte.

El único juicio verdadero

Yo no puedo hacer nada partiendo de Mí mismo. Conforme a lo que oigo, así juzgo. Pero el juicio que Yo ejercito es justo; porque no trato de hacer lo que quiero, sino lo que quiere el Que me envió.

En el pasaje anterior, Jesús ha reclamado el derecho de juzgar. No era extraño que la gente se preguntara con qué derecho se ponía a juzgar a los demás. Su respuesta era que Su juicio era verdadero y definitivo, porque Él no tenía ningún deseo de hacer nada aparte de la voluntad de Dios. Su derecho se basaba en que Su juicio era el juicio de Dios. Le es muy difícil a cualquier persona el juzgar a otra con justicia. Si nos examinamos honradamente a nosotros mismos descubriremos muchos motivos que afectarían nuestro juicio. Podría hacerlo injusto nuestro orgullo ofendido; podría ser ciego por nuestros prejuicios; o amargado, por los celos; podría hacerlo arrogante el desprecio; o inflexible, la intolerancia; o podría hacerlo condenatorio la santurronería; podría afectarlo nuestro sentimiento de superioridad; o envilecido por la envidia; o viciado por la falta de sensibilidad o por ignorancia deliberada. Sólo una persona cuyo corazón y cuyos motivos fueran absolutamente limpios podría juzgar a otra persona con justicia. Y no existe tal persona aparte de Jesús. Pero, por otra parte, el juicio de Dios es perfecto.

Sólo Dios es santo, y por tanto Él es el único que conoce los motivos por los que deben ser juzgadas todas las personas. Sólo Dios ama de una manera perfecta, y pronuncia Su juicio con la caridad que deben hacerse todos los juicios. Sólo Dios tiene conocimiento perfecto y, por tanto, Su juicio es perfecto porque tiene en cuenta todas las circunstancias. El derecho de Jesús a juzgar está basado en el hecho de que en Él está la perfecta Mente de Dios. Él no juzga con la inevitable mezcla de motivos humanos, sino con la perfecta santidad, el perfecto amor y la perfecta misericordia de Dios.

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