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Juan 8: Miseria y misericordia

En estos versículos se nos deja comprender, finalmente, cuál es la naturaleza de la verdadera libertad. Nuestro Señor dijo: “Si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres.”

La libertad es considerada, y con razón, como una de las mayores bendiciones terrenales. Emancipación política, leyes liberales, libertad de comercio, libertad de imprenta, libertad civil y religiosa: ¡cuánto no encierran estas palabras! ¡Cuántos no sacrificarían su fortuna y hasta su vida por conservar lo que ellas expresan! Y, no obstante, a pesar de tanto alarde, hay muchos que no conocen la libertad más pura y elevada. La libertad más preciosa es la que cae en lote al verdadero cristiano. Solo son perfectamente libres aquellos á quienes el Hijo de Dios hace libres. Todos los demás tarde ó temprano resultarán ser esclavos.

¿De qué elementos se compone, ó en qué consiste la libertad de los verdaderos cristianos? Consiste en que han sido exonerados de las consecuencias del pecado por medio de la sangre de Cristo. Justificados y perdonados como están, pueden sin temor esperar el día del juicio y decir: ¿Quién podrá acriminarnos? ¡Quién podrá condenarnos! Consiste en que han sido librados del poder del pecado por la gracia del Espíritu de Cristo. El pecado deja de tener dominio sobre ellos. Habiendo sido renovados, convertidos y santificados, vencen el pecado y dejan de ser sus esclavos.

Juan 8:37-47

En esté pasaje se nos enseña cuan grande es la ignorancia de los que se creen justos por virtud propia. Los judíos se jactaban de ser hijos de Abrahán, como si con esa circunstancia quedasen disimulados todos sus defectos. Pero no se contentaron con eso, mas alegaron ser favoritos de Dios y pertenecer á su gran familia: “Un solo padre tenemos, que es Dios.” Se olvidaron que de nada les valía el parentesco con Abrahán si no participaban de esa gracia divina que él había poseído. Se olvidaron que la elección que Dios había hecho de su padre, para ser cabeza de una nación favorecida, no podía en manera alguna acarrear la salvación á los descendientes, á menos que éstos siguiesen las huellas de su progenitor. Es que la presunción les vendó los ojos. “Somos hijos de Dios; pertenecemos á la iglesia verdadera; estamos incluidos en el pacto; todo está bien:” He aquí como razonaban consigo mismos.

Convenzámonos de que ser miembros de una iglesia buena y haber tenido piadosos ascendientes no son pruebas, en manera alguna, de que nosotros estemos en el camino que conduce á la salvación. Necesitamos algo más que esto: menester es que estemos unidos á Cristo por medio de una fe viva, y que experimentemos en nuestros corazones el influjo regenerador del Espíritu Santo. “Los principios de la iglesia” y “la legitimidad del gremio” son hermosas expresiones y sientan bien en los labios de un sectario; mas no pueden librar á nuestras almas de la ira venidera ni infundirnos valor el día del juicio.

También aprendemos en estos versículos cuáles son las señales que distinguen la filiación espiritual. Nuestro Señor aclaró este punto por medio de dos sentencias admirables. ¿Dicen los judíos que tienen por padre á Abrahán? El les contesta: “Si fuerais hijos de Abrahán, las obras de Abrahán haríais.” ¿Dicen los judíos que tienen un solo padre, que es Dios? El les contesta: “Si vuestro padre fuera Dios, ciertamente me amaríais á mí.”

Grabemos firmemente en nuestra memoria estas dos respuestas, pues con ellas puede replicarse á dos errores del los que son de los más perniciosos, y sin embargo más comunes. ¿Qué puede ser más común, por una parte, que oír pláticas vagas acerca de la paternidad de Dios? “Todos los hombres,” se dice, “son hijos de Dios, cualquiera que sea su credo ó religión; y todos serán al fin albergados en la casa del Padre, donde hay muchas moradas.” ¿Qué puede ser más común, por otra, que oír frases altisonantes acerca de los efectos del bautismo y los privilegios que se conceden á los miembros de la iglesia? “Por medio del bautismo,” dicen muchos, “nos hacemos hijos de Dios;” y deben considerarse á todos los miembros de la iglesia como hijos del Todopoderoso.

Es imposible hacer que tales aserciones se avengan con las palabras de nuestro Señor que quedan citadas. Según ellas, el que no ame á nuestro Señor Jesucristo, sea él quien fuere, no puede ser considerado hijo de Dios. En la fórmula de la ceremonia de bautismo, concebida en suaves y benignas frases, ó en alguna pregunta del catecismo, en que se tiene en mira más bien el porvenir que el presente, tal vez se le llame hijo de Dios. Pero, como queda dicho, ninguno puede serlo en realidad si sinceramente no ama á nuestro Señor Jesucristo.

Enséñasenos en estos versículos, finalmente, algo sobre la existencia y el carácter del diablo. Nuestro Señor aludió á él como á un ser cuya personalidad y existencia están fuera de toda duda. En solemnes y rígidas palabras de reproche dijo á sus incrédulos adversarios: “Vosotros de vuestro padre el diablo sois, y los deseos de vuestro padre queréis cumplir.” Y luego pintó á Satanás en negros colores, describiéndolo como “homicida,” “mentiroso,” y “padre de la mentira.”
¡Sí, existe el diablo! Tenemos siempre cerca de nosotros un enemigo invisible, pero poderoso, un enemigo que jamás se descuida ó se duerme, un enemigo que nos acecha al andar ó al descansar, que espía todos nuestros movimientos y no se apartará de nosotros hasta que muramos. ¡Es homicida! Su propósito más firme es lanzarnos en el camino de la destrucción y perder para siempre nuestras almas. “Anda en derredor buscando á quién devorar.” ¡Es mentiroso! Continuamente está procurando engañarnos con embustes de la misma manera que engañó á Eva en el paraíso. Nunca cesa de decirnos que el bien es el mal y el mal el bien, que la verdad es la mentira y la mentira la verdad, que el camino ancho es el bueno y el angosto el malo. Millones de hombres hay que caen en sus lazos, tanto ricos como pobres, nobles como plebeyos, ilustrados como ignorantes. La mentira es su arma favorita. Con ella da la muerte á muchos.

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