Se nos enseña, últimamente, o qué fin tan terrible arrastra la incredulidad al hombre. Nuestro Señor dijo á sus enemigos: “ Si no creyereis que yo soy, en vuestros pecados moriréis.”
¿Quién fue el que pronunció esas palabras? ¿Quién fue el que dijo que ciertos hombres “morirían en sus pecados,” es decir, morirían sin ser perdonados, sin estar preparados para comparecer ante Dios? El que dijo eso no fue otro que el Salvador del género humano, el que entregó su vida por sus ovejas—el amoroso, benigno, misericordioso y compasivo Protector de los pecadores. Es este un hecho que no debe pasarse por alto.
Incurren en un error los que imaginan que es propio solo de gente brusca y malévola hablar del infierno y de las penas futuras. ¿Cómo pueden tales personas desentenderse del versículo de que nos ocupamos? ¿Cómo explican muchas expresiones análogas que empleó nuestro Señor, y especialmente tales pasajes como aquel en el cual alude al “gusano que no muere, y al fuego que nunca se apaga.”? Mar_9:46. No pueden contestar estas preguntas. Extraviados por una caridad mal entendida y una dulzura exagerada, condenan las enseñanzas claras de la Escritura, pretendiendo poseer conocimientos superiores á los revelados en ese libro.
En conclusión, no olvidemos que la incredulidad es el pecado particular que causa la pérdida eterna de las almas. Si los judíos hubieran creído en nuestro Señor, toda blasfemia y todo pecado les habrían sido perdonados. Pero la incredulidad cierra la puerta de la misericordia y disipa toda esperanza. Unas de las palabras de más terrible solemnidad que jamás pronunciara nuestro Señor fueron éstas: “El que no creyere será condenado.” Mar_16:16.
Juan 8:31-36
En estos versículos se nos demuestra, en primer lugar, cuan importante es ser perseverantes en servir á Cristo. Según parece, en la época de que nos ocupamos hubo muchos que profesaron creer en nuestro Señor y expresaron deseos de hacerse discípulos suyos. No existe prueba alguna de que tenían una fe verdadera. Lo más probable es que obraron impulsados por el acaloramiento del momento, sin pensar bien en lo que hacían. Por eso nuestro Señor les hizo la siguiente advertencia: “Si vosotros permaneciereis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos.”
Estas palabras contienen un tesoro de sabiduría. Comparativamente hablando es cosa fácil comenzar una vida religiosa. A ello nos mueven no pocos incentivos de naturaleza compleja. La afición á todo lo nuevo, la alabanza de cristianos bien intencionados, pero indiscretos, la satisfacción secreta que se siente en empezar otra vida mejor, el natural placer que resulta de un cambio de costumbres—todo esto contribuye á alentar al neófito. Animado de ese modo, empieza á caminar en la senda que conduce al cielo, abandonando algunos vicios y practicando algunas virtudes. Por algún tiempo experimenta sensaciones muy agradables, y todo sigue bien; pero cuando empiezan á envejecerse esas emociones y á disiparse la novedad, cuando el mundo y el demonio empiezan á tentarlo con obstinación, cuando se comienza á revelar la debilidad de su propio corazón, entonces es que descubre las espinas que obstruyen su paso, y entonces es que descubre también cuánta sabiduría encierran las palabras citadas. La prueba de que se posee la verdadera gracia no es el empezar, sino el continuar en la práctica de la verdadera religión. En estos versículos se nos hace saber, en seguida, cuál es la naturaleza de la verdadera esclavitud. Los judíos gustaban de hacer alarde, aunque sin razón, de que no estaban bajo el yugo de ningún poder extranjero. Nuestro Señor les recordó que había otro tirano de quien ellos no se habían apercibido, aunque los tenía oprimidos. “Todo aquel que hace pecado, es siervo del pecado.”
¡Cuan cierto es eso! Cuántos hay que están completamente esclavizados, aunque ellos no lo reconocen así. Sus culpas y pecados dominantes los llevan cautivos, y ellos no tienen la facultad de libertarse. La ambición, la avaricia, la embriaguez, la glotonería, la afición á las diversiones y á las malas compañías—todos estos vicios y prácticas desordenadas son otros tantos déspotas que oprimen á los hombres. Los desdichados prisioneros no confiesan que lo son. Á veces llegan á preciarse de ser completamente libres. Mas muchos de ellos saben bien que esto no es así. Hay ocasiones en que las cadenas les oprimen hasta el corazón, y entonces se convencen con dolor de que son esclavos.
Á esta esclavitud no hay ninguna que pueda comparársele. El pecado es, á la verdad, el peor de todos los amos. Padecimientos y chascos en esta vida y continuo desesperar en la venidera—he aquí los únicos gajes que el pecado concede á sus siervos. Librar á los hombres de esa esclavitud es el gran fin del Evangelio. Jesucristo envió á sus apóstoles para que hiciesen que los hombres, apercibiéndose de lo degradado de su situación, se levantasen y luchasen por su libertad. ¡Felices los que abren los ojos y descubren el peligro! Saber que somos cautivos es el primer paso dado hacia la libertad.