En cuanto a la manera como nuestro Señor pronunció sus discursos, es desde luego notorio que muy poco puede saberse. La acción, la voz, la elocución han de ser vistas y oídas para que su mérito pueda ser apreciado. Que los ademanes de nuestro Señor eran singularmente arrebatadores, majestuosos e imponentes no hay que dudarlo. Que en ellos se distinguía de los otros maestros de los judíos es también probable, pues en otro pasaje se nos dice: “Porque los enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas.” Mat_7:29.
En cuanto a la materia de los discursos de nuestro Señor, observaremos que de ella podremos formarnos alguna idea por los que nos han sido trasmitidos en los Evangelios. Su mérito es evidente, palpable. Desde que el don de la palabra fue concedido al hombre, el mundo no ha visto nada que pueda comparárseles. Frecuentemente se encuentran en ellos verdades profundas que no alcanzamos a sondear; más frecuentemente se encuentran preceptos claros y sencillos que hasta un niño puede entender. En su oposición a los pecados nacionales y eclesiásticos son francos y enérgicos, y sin embargo con gran prudencia y discreción ha evitado que sus términos hieran las susceptibilidades innecesariamente. En sus amonestaciones son escrupulosos y terminantes, y en sus excitaciones tiernas y amorosas. Por cuanto combinan pues, la energía con la sencillez, el brío con la prudencia, la escrupulosidad con la ternura, podemos a la verdad decir: “Nunca así ha hablado hombre, como este hombre habla.”
En estos versículos se nos enseña, por último, cuan lenta y gradualmente obra la gracia en algunos corazones. Nicodemo pidió la palabra en el consejo de los judíos y alegó en términos comedidos que nuestro Señor merecía ser tratado con justicia.
Ese fue el mismo Nicodemo que, diez y ocho meses antes, había ocurrido a nuestro Señor por la noche en calidad de ignorante pecador que buscaba la verdad. El entonces sabia muy poco acerca de la verdadera religión, y no se atrevía a ir a ver a Jesús a la luz del día. Empero, pasados diez y ocho meses, ya ha avanzado algo y ya se atreve a hablar a favor de nuestro Señor. Es cierto que lo que dijo fue poco, pero peor habría sido que no hubiera dicho nada; y pronto se habría de llegar el día en que hiciese algo más: el iba a ayudar a José de Arimatea a hacer las honras al cadáver de nuestro Señor, cuando aun sus escogidos apóstoles le hubiesen abandonado y hubiesen huido.
La historia de Nicodemo contiene mucho que es instructivo. Enséñanos que el Espíritu Santo obra de diversas maneras: todos los cristianos son conducidos hacia el mismo Salvador, pero no todos son conducidos precisamente de la misma manera. Enséñanos también que el Espíritu no obra con la misma rapidez en todos los corazones. En algunos casos puede suceder que obre muy paulatinamente, mas no por eso deja la operación de ser real y verdadera.
¿Poseemos la gracia en nuestros corazones? Esta es la cuestión que más nos interesa. Acaso sea poca; pero ¿tenemos alguna? Acaso crezca lentamente como sucedió con Nicodemo; pero ¿crece algo? Más vale un poco de gracia que ninguna.